domingo, mayo 22, 2016

Descubrimiento

He descubierto que hay lugares a los que no quiero ir con cualquiera.
A recorrer una ruta de faros. Iría contigo, que desde la infancia deseaste vivir en uno, como hago yo; que los contemplas y piensas en libros y noches largas leyendo; en tempestades y mar en calma al que observas, en soledad y buena compañía; en respirar, en aislarse y en seguir viviendo.

A París. Serías tú, que no la percibes como la ciudad del amor, si no como el lugar en el que perderse por librerías, calles empedradas, puentes que cruzar contemplando el Sena; cafés tranquilos mientras los demás corren; belleza, simple belleza.

A cazar la luna. Contigo, que respetas sus ciclos, los tuyos y los míos; que te gusta tanto llena como nueva; que sin mirar al cielo sabes si está completa; que recorres mi tatuaje y lo iluminas como el sol hace con ella.

A ver amanecer. Con quien el primer rayo de sol recuerda que es un nuevo comienzo; que, como yo, sonríe si las nubes se despejan; que odias madrugar, pero no te importa si es para respirar la paz de las primeras horas; que coges mi mano y la aprietas mientras contienes la respiración al sentir ese primer calor que recorre tu piel y te hace sentir la vida en cada partícula de ella.

A contemplar las estrellas. Tú que quieres contar estrellas como pensaron que yo hacía; que las miras y sientes el infinito, y te angustia y te hace grande a la vez; que recuerdas una rosa perdida en un pequeño planeta entre ellas; que no consideras una pérdida de tiempo simplemente estar allí, oyendo al universo moverse.

Si os soy sincera, la mayoría de las veces pienso que todos esos 'tú' serán la misma persona con la que comparta también mi vida. También reconozco, en otras muchas ocasiones, que más de una de las cosas de esa lista las haré sola y será, como mínimo, tan bueno como si las hiciera en compañía. Pero lo que tengo muy claro es que ya no regalaré mis tesoros a quien no se los haya ganado.

lunes, mayo 16, 2016

Amar amor

He sido el primer amor de dos personas.   
Perdí la virginidad con quien la perdió conmigo.
Quité la virginidad en más de un sentido. 
Amé como si fuera eterno. 
Lloré cuando terminó como si aquello no tuviera sentido. 
He tenido mariposas en mi estómago, 
en mis labios se colgó la sonrisa tonta 
sólo por oír en el móvil tu sonido.
He andado sobre el suelo porque
el amor me dio alas.
He creído firmemente que sólo viviría contigo.
Me han dolido las palabras que querían decir adiós,
he sangrado por tus silencios y
llovido lágrimas de olvido. 
He sido éxtasis, pasión, derrota y sinsentido. 
Me han regalado la luna, robado el corazón, hecho añicos la razón 
y convertido en baile mi camino. 
Dolió a gritos hasta que el silencio barrió lo vivido. 
Y a pesar, y con todo, 
sólo pienso que, si vuelvo a amar,
quiero que sea así, con alma, corazón, alas, 
sin ningún miedo al vacío.

viernes, mayo 13, 2016

Reflexiones de mañana

Soy una persona sencilla. Y normal. De tan sencilla y normal me ha pasado muchas veces que la gente me ha dicho que soy rara. O más bien, complicada. No me gusta que me digan complicada. Para mí tiene implicaciones en exceso negativas y que nada tienen que ver conmigo. Además, no comprendo por qué mi comportamiento directo, claro, expresando lo que siento o deseo en cada momento, lo que podría llegar a esperar de alguien (aunque no suelo esperar nada, me gusta simplemente vivir y ver dónde me lleva la vida, evitando expectativas en la medida de lo posible), puede llevar a que una persona considere todas esas características complicadas.
Tengo la sensación, cuando me ocurre eso, de que vivo en un mundo al revés. Parece ser que estamos absorbidos por una sociedad tan fiel a no mostrarse, que educa tanto a sus mujeres a que callen, que si alguien, yo, mujer, es directa, es precisa, no permite abusos si los detecta (ains, lo que me queda por aprender sobre opresión patriarcal), y dice claramente 'quiero una pareja, pero no vas a ser tú, al menos en este momento', automáticamente me convierto en una persona a la que es preferible mantener alejada. 
Ni siquiera voy a hablar de lo puta que pueden pensar que soy, simplemente porque el sexo no me parece un tabú. Ni que la mayoría de las personas (menos mal que existen minorías), piensan que por no verlo tabú lo practico a diestro y siniestro y con cualquiera (que no estaría mal, pero no es el caso). De hecho, para quienes me consideran una folladora compulsiva eso es lo peor del mundo mundial. 
Pero no, no voy a hablar del sexo. Hablo de ser sincera. De tener muy claro quien soy y no necesitar a nadie que me haga feliz. De caminar por la vida con el convencimiento de que la única persona que no me puede fallar soy yo. Resulta que ser así, que me ha costado muchos años y mucho esfuerzo, se convierte en un peligro para muchos hombres y alguna que otra mujer. 
Se sienten amenazados. Entonces vivimos en un mundo loco en el que la sinceridad da miedo. No se sabe lidiar con ella. No quieren que hablemos de sentimientos, pero es que ya no desean ni contemplar las opciones que nos ofrece el que tenemos enfrente. Intento pensar que no es que nos quieran obligar a hacer simplemente lo que se espera de nosotros (y por tanto, exigen dotes adivinatorias porque véte tú a saber qué tiene cada uno en su cabecita en cada momento). Pero tampoco les parece bien el diálogo, ni el silencio.
Es decir, no está bien hablar de hacia dónde vamos, pero tampoco está bien simplemente ver hacia donde vamos. 
Y, ¿qué queréis que os diga? Si no vale simplemente con ir viviendo y ver si el conocerse se convierte en amistad, la amistad en querencia, la querencia en amor y el amor es eterno (mientras dure), y tampoco vale hablar de qué queremos que sea eso que acabamos de empezar (amistad, folleteo, amor, incógnita); pues me salgo del juego.
Porque, a todo esto, yo a lo que iba, simplemente, es a vivir, conocer gente, disfrutar de compañía cuando me apetece salir de mi soledad, y no comerme el tarro más de lo que lo hice hace unos años, cuando no tenía tan claro quién era.

lunes, mayo 09, 2016

Un juego

Con la ilusión de un niño con zapatos nuevos. Así se había dirigido, raudo, hacia el puente que le llevaría a una nueva vida. Así lo había bautizado. Pensaba que dejar atrás todo suponía ir hacia delante. Estaba convencido de que para hacer el verdadero camino no se podían cargar los pesares del tiempo pasado. Como si la memoria del teléfono estuviera llena y ninguna aplicación funcionara correctamente. Como si el espacio disponible en el disco duro del cerebro fuera tan limitado como la ram de un ordenador y para poder seguir trabajando hubiera que hacer limpieza.
Para él, los recuerdos eran archivos para borrar. No tenía en cuenta que detrás de cada uno de ellos, formando aún parte de su vida presente, había personas. Algunas lo habían amado, otras lo seguían queriendo, otras eran esas piedras en la calzada que nos hacen mirar en perspectiva y tomar decisiones.
Daba exactamente igual quiénes fueran y qué le aportaban o si lo necesitaban o querían junto a ellas. Eran elementos a eliminar, porque el futuro era un presente lejano que se le planteaba mucho más brillante que su día a día actual. Hay quién dice que cualquier tiempo pasado es mejor, porque olvida que en la memoria los oscuros se difuminan. Para él, esta frase hecha era una mentira más de las que rodeaban su existencia. Lo real, lo verdaderamente bueno, siempre estaba adelante. Y estaba tontamente convencido de que lo alcanzaría y podría parar de correr. Mañana. Quizás pasado.
Iluso. Cegado como tantos por la fantasía de que existe el futuro. Engañado por un sistema que lo quería lejos del ahora que existe para poder timarle con sus patrañas de felicidad para el día siguiente. 'No te pares ahora', le decían, 'no mires cómo te apaleamos', susurraban. 'Fíjate únicamente en lo que deseas más allá de hoy, porque es allí donde reside la verdadera felicidad'.
Tan convencido estaba de que las risas, los abrazos, las caricias, el amor, la dicha, estaban allí, lejos, en un día que no era hoy, en una época que sería futura y mejor y tangible, que aceptaba sin dudarlo el borrado de una historia que era él, que le había llevado allí, que le unía a personas con quien había reído, amado, acariciado. Nada de eso parecía tener ya valor o importancia. Sólo quería sentir, sólo sabía que cada mañana se despertaba a la misma hora, las 7.02, que cada día terminaba de trabajar a la misma hora, las 19.18; que cuando llegaba a casa vegetaba en un sillón mirando una pantalla distinta a la de su trabajo pero igual de alienante, y que ése era su momento de gracia porque allí, en esos reflejos, estaba el puente hacia la felicidad. No veía las llamadas de amigos que rechazaba, los abrazos de quien le quería que se encontraban con el muro de frío hielo en que se convertía al contemplar el futuro que le presentaban. No era, al fin y al cabo. No estaba.
Sin darse cuenta, se había convertido ya en esos días por venir que tanto ansiaba. Esto es: era ya un espejismo. Él mismo era tan real como lo era la vida que se le había vendido. Por tanto, no era. Acercarse a él era como sentir la presencia de un fantasma helado que eriza la piel y provoca, más que miedo, tristeza. Alma en pena sería la mejor definición que se le podría dar.
Sin embargo, en su fuero interno se veía como una luz brillante y sonriente. Sus vacíos ojos no eran conscientes de lo que el espejo le devolvía cada mañana. Porque no se miraba. Sólo observaba la pantalla que le contaba lo que había más allá del triste hoy. Vivía en la nada.