lunes, febrero 26, 2007

Dando el coñazo

Admito que a las mujeres se nos va de vez en cuando la mano en nuestra cruzada contra la desigualdad, que es cierto que en el Ayuntamiento de Córdoba, por ejemplo, se les ha colado más de una tontería en su plan contra el lenguaje sexista que justifica el choteo consiguiente. Pero también que hay muchas razones para seguir dando el coñazo con la discriminación, en Córdoba o en esta columna. Quién puede negar que el lenguaje es sexista, el de la Administración, el de las empresas y el de la calle, que coñazo y cojonudo no significan lo que significan por pura casualidad. Y si los hombres se han pasado la historia presumiendo de sus cojonudos logros, ocurre que ahora nosotras estamos en posición de dar el coñazo para hacer y nombrar las cosas también a nuestra manera. Respecto al lenguaje sexista y a cualquiera de los usos y costumbres de los viejos y masculinos tiempos.

Otra cosa es que precisamente el coñazo con el lenguaje sexista me parece secundario. En muchas ocasiones está mal enfocado, se nos va la mano y hasta el brazo, proponiendo lo de miembra, por ejemplo, como se ha hecho en Córdoba, o lo de jóvena que se le ocurriera a Carmen Romero. Porque luego tiene razón Javier Marías cuando escribe que también habría que emplear "víctimo", "colego", "persono", "poeto", "preso del pánico" o "mendo lerendo". Les ponemos la guasa en bandeja y, además, tienen razón.

Y, sobre todo, el lenguaje no sexista es consecuencia de otros cambios, no su motor. Las palabras reflejan el poder, es cierto, pero también la realidad. Y se trata de cambiar primero la realidad antes que los conceptos que la designan, de ocupar los espacios donde no estábamos, en la vida pública y en la laboral, en los medios de comunicación, en la cultura. Cuando las palabras que se pronuncien en todos esos ámbitos sean las femeninas, el lenguaje se transformará por sí solo. Será tan femenino como masculino.

Lo primero no es llamarnos "lideresas", como proponen en Córdoba, sino serlo. O "pilotas", o "gerentas", o "bedelas", o "cancilleras", o "soldadas", o "albañilas", denominaciones propuestas por la filóloga Eulalia Lledó en su libro "Las profesiones de la A a la Z". Cuando lo seamos, nuestros hijos y nietos encontrarán los nombres par las nuevas realidades. Y ni squiera tendrán que dar el coñazo para imponerlos.
Edurne Uriarte, Mujer Hoy.

Esta columna, que apareció publicada hace unas semanas, me parece que es el mejor reflejo que he encontrado hasta ahora de lo que pienso sobre el lenguaje sexista. Estoy cansada de ideas absurdas como evitar el genérico (hasta ahora masculino) y desdoblar las palabras hasta cansar al oyente o lector más interesado (véase el nuevo Estatuto de Autonomía andaluz). Estoy harta de poner femeninos imposibles en aras de una supuesta igualdad y estoy, sobre todo, asqueada de que unos cuantos, está claro que con pocos conocimientos de su lengua, se cargen la que es de todos para parecer más progres.

Estoy completamente de acuerdo en que se trata de cambiar la realidad, porque el lenguaje se adaptará él sólo, como lo ha hecho a las nuevas tecnologías (hace años parecía una locura llamar ratón a un elemento del ordenador), a los nuevos descubrimientos y, en definitiva, a la vida que narra.

Porque el lenguaje es sexista porque la sociedad lo es, y eso sólo se corrige con la educación y con que, efectivamente, las mujeres ocupemos todos esos sitios que nos han sido vetados. Así que se trata de invertir (metafórica y de manera real) en la educación, en que los niños en los colegios sepan que el de al lado, sea cual sea su sexo, tiene exactamente los mismos derechos, obligaciones y posibilidades. No se trata de decir que los dos sexos son iguales, porque no es así, se trata de enseñar que se tienen las mismas oportunidades y que, o se lucha codo con codo, o el invento que es el mundo no funciona.

Así que hay que seguir dando el coñazo, pero por derroteros menos electoralistas y grandilocuentes y más prácticos. Luchando en el día a día, en la casa y en la calle, porque, quizás, si a las mujeres nos dejara de dar vergüenza, reparo o fuéramos conscientes de que podemos exigir respeto cuando escuchamos a padres, hermanos, amigos, o parejas usando lenguaje sexista, las cosas mejorarían. Y, sí, decir 'mira las tetas de esa tía' o 'anda que no está buenorra' delante de una mujer es ser sexista, de manera, que nada de copiar los malos ejemplos y seamos consecuentes con nosotras mismas.

lunes, febrero 19, 2007

Roma en compañía

Una amiga me decía hace poco que las ciudades son o no románticas según con quien se esté. Yo lo entendí en el sentido de que da igual la ciudad si estás con quien quieres. Seguramente es así, pero hay metrópolis que tienen algo especial.
Mi visita a Roma ha sido relámpago y agotadora, porque no he parado de andar y verlo todo. Sin embargo, sin cenas románticas, pero sí con comidas; sin paseos de la mano a la luz de la luna, porque llovía, y sin la parafernalia que se supone que implica el romanticismo, Roma me ha gustado tanto, en parte porque la he compartido con una persona especial.

Con eso me valía para mantener un recuerdo bonito de esa ciudad, pero como se añade que mis circunstancias no van a ser las que esperaba, al menos sé que me quedan las fotos y Roma para saber que siempre se puede ser feliz y que la ciudad no importa tanto.

viernes, febrero 16, 2007

Injusticias

La vida es injusta. Lo sé desde hace mucho tiempo. Lo he vivido en mis carnes continuamente, pero pensé que ya había pasado. Pensé que esta vez iba a poder asentarme, tener raíces en algún sitio y dejar las mudanzas sólo para cuando cambiase a una casa mejor.
Me he vuelto a equivocar. Ahora mismo debería estar contenta, porque ya me han dado mi plaza de auxiliar administrativo del Estado. Debería pensar, 'por fin, ya voy a trabajar, a currar, a crear mi futuro'. Pero no puedo.
Me voy a Sevilla. Otra vez. Me voy sola. Otra vez. Dejo aquí a Javi, a una vida que quería, unos proyectos de futuro que, otra vez, tendrán que esperar. Y no quiero. No quiero irme, volver al teléfono, a la soledad, a la distancia y a la puta mierda de siempre.
La vida es injusta, y tengo ganas de mandarla a la mierda.

jueves, febrero 15, 2007

La grandiosidad tiene un punto curioso. ¿Qué incita a un ser humano a construir algo mucho más grande que él, como símbolo de su grandeza? ¿Por qué hay quien pretende perdurar por los siglos? Supongo que la capacidad humana del egocentrismo siempre puede superar cualquier cota lógica, si bien al reflexionar sobre esta idea se me viene a la cabeza que quienes quisieron perdurar no se pararon a pensar si esa durabilidad les haría verdadera justicia.



Porque una cosa es el concepto, grande o pequeño, que tengamos cada uno de sí mismo y, otro bien distinto, son los ojos con los que nos mirarán y nos juzgarán quienes ni siquiera han convivido con nuestro tiempo y, por tanto, posiblemente no sean capaces de ponerse en nuestro lugar o, al menos, intentar comprendernos.



Si ya es difícil practicar la empatía con el que se encuentra cerca, esos grandes emperadores, locos, conquistadores o lo que sea, quizás debieron reflexionar un poquito acerca de la imagen que se harían de ellos las generaciones venideras que contemplaran sus obras.



Un ejemplo puede ser el Coliseo romano. A pesar de los sucesivos expolios, se ha mantenido durante siglos para ¿mayor gloria de Vespasiano, que mandó su construcción? No creo que este emperador, ni Trajano, que lo tuvo abierto 117 días ininterrumpidamente, esperasen que los turistas que ahora pasean por Roma lo primero que piensen es lo enorme que es y luego se acuerden de las numerosas películas en las que han visto a gladiadores matando leones, y leones comiéndose a cristianos en ese reciento, sin acordarse del nombre de quienes lo construyeron y usaron.



La gloria se queda en la capacidad de los obreros y arquitectos en construirlo y, sobre todo, en Hollywood que rodó películas, no en el nombre de quien quiso glorificarse.



E igual pasa con otras construcciones magníficas que encontramos en Roma, que ahora me pilla cercana. Está claro que poca gente desconoce a Miguel Ángel, Bernini, Borromini, Caravaggio o cualquiera de los grandes del arte que dejaron sus obras a mayor gloria, sobre todo, de Dios. Sin embargo nadie se acuerda de los hombres, muchos de ellos Papa en busca de inmortalidad terrenal, que los contrataron, cuidaron, amenazaron o mimaron para que adornasen sus palacios, sus terrenos, sus vidas.



Una vez más, la gloria se queda en el maestro, no el que tuvo la intención.



Sin embargo, hay que agradecerles a estos personajes estrambóticos y bastante egocéntricos su ansia por ser recordados o que se recordase a Dios, su implacable tenacidad para lograr obras que se salieran de lo común, porque, quizás, sin ellos, nadie habría querido mantener la Capilla Sixtina, o estudiar el foro romano, y no habríamos podido recordar, clave humana para no repetir la misma historia...Aunque el ser humano siempre tropiece al menos dos veces con la misma piedra.



miércoles, febrero 14, 2007

Roma, ciudad de cine

Siempre he querido ser como Audrey Hepburn y siempre he sabido que nunca la alcanzaría. Desde que la vi la primera vez, en Sabrina. Supongo que entre tanta exuberancia femenina, su modelo era el que más se acercaba a mí, que siempre fui de kilos de menos, más que de kilos de más.

Adoraba y adoro sus andares, su estilo, la forma de vestirse dentro y fuera de la pantalla, su savoir être y su bondad. Me gusta hasta tal punto que la moda que la ha recuperado ahora me indigna, porque niñas que no saben ni quien fue la lucen como un trofeo en bolsos, sin saber lo que significa Audrey, sin saber que fue una bellísima persona por dentro y por fuera.

Siempre fue y será mi ídolo, pero nunca he querido parecerme a ella, entre otras cosas, porque sé que jamás alcanzaré esa prestancia en el andar, esa naturaleza atrapa miradas sin darle importancia. Me he limitado a mantener la vista en su modelo y aceptar la realidad que Dios me ha dado.

Sin embargo, mi viaje a Roma me ha convertido en un poco más Audrey. Ya sé que el plumas, los zapatos cómodos y toda la ropa de abrigo que llevo encima no ayudan nada. Pero debajo de ese caparazón está un corazón encantado de pisar los sitios por los que se rodó Vacaciones en Roma, la película que hizo famosa a mi ídolo.

Racional como soy (a veces) sé que es una soberana tontería creerse más cerca de un ideal por pisar la tierra que pisó una mujer que marcó, marca y marcará estilo. Comprendo que los parecidos son inexistentes, por no decir para partirse de risa. Pese a todo, yo no puedo dejar de sentir esa liviandad que me produce el saber que Audrey bajó por esos mismos escalones de Piazza Spagna, que se asustó ficticiamente con Gregory Peck en la misma Bocca de la Veritá en la que yo introduje mi mano y, en definitiva, respiró el mismo aire que yo he respirado en la eterna Roma.

Nunca voy a ser como Audrey Hepburn, ni lo pretendo. Pero permitidme que me sienta más cerca de ella y más cerca de la dignidad y belleza que toda mujer debería saber que lleva dentro.

martes, febrero 13, 2007

Roma é bella!


La ciudad eterna. No podría estar más de acuerdo con esta frase. Apenas conozco la ciudad, sólo su centro, pero con ese compendio de historia universal, más que italiana, basta para justificar semejante comentario. Pasear por Roma es reconocer el mundo del que vinimos, los caminos que nos han llevado hasta el ahora y el libro que debemos releer continuamente para no caer en los mismos errores.
Porque la bella cità es la muestra del esplendor de las civilizaciones y lo duras que son sus caídas; la imagen de la tolerancia hacia las religiones (recordemos que los cristianos fueron perseguidos y luego aceptados y respetados) y la imposición de la unicidad: el desenfreno y el férreo control de las emociones. Roma lo es todo. El amor y la desesperación, lo grandioso y lo pequeño, el juego y lo serio.
Estás en Roma y contemplas el Coliseo e imaginas los gritos, las luchas de gladiadores, las broncas en las gradas; mientras lees en la prensa que se han cerrado los estadios de fútbol por la violencia de los hinchas.
Recorres el Vaticano para descubrir una riqueza en cada rincón que te hace pensar que no hay más arte fuera de ese recinto. Y recuerdas a costa de quién se construyo ese palacio.
En cada rincón del centro de Roma hay algo que ver, y te preguntas cómo se les olvida a los líderes italianos adónde van los que abusan de su poder, con tantos elementos para recordar y saber qué pasa cuándo te crees el rey del universo.
Caminar por esta ciudad es vivir en un sueño, y a mí me hubiera gustado no despertar tan pronto.

viernes, febrero 02, 2007

Dientes blancos



Hace unos días terminé Dientes Blancos de Zadie Smith. La verdad es que lo leí porque estaba harta de encontrarme en todos los suplementos de todos los periódicos entrevistas a esta chica inglesa de 31 años que, además, escribe libros. La ponían como la gran revelación de las letras anglosajonas que ahora saca su tercer libro, Sobre la belleza, y, como no tengo nada mejor que hacer, decidí leerme su primer libro, que tanta fama le dio.

Debo reconocer que me acerqué a esta lectura con algunos prejuicios, porque no me gustan los escritores que van un poco de guays (en sus entrevistas ella lo parece) y las críticas que hablan de reflejar la sociedad, el racismo, el sentir contemporáneo. Sin embargo, el libro me ha sorprendido.

En las primeras páginas empecé a pensar que era un texto demasiado inglés, demasiado londinense y que sus claves estaban demasiado pegadas a esa cultura. Por una vez, tuve paciencia y seguí leyendo hasta que me enganchó. De hecho, ha habido dos días que me he acostado a las dos de la mañana por no poder dejar de leer (ventajas de estar esperando plaza...). Y me atrapó porque Zadie sabe entrelazar historias, sabe realmente plasmar cómo somos y por qué nos va tan mal, sabe remarcar que muchos de los intelectuales que van de 'progres' (que se diría en España) con sus palabras no hacen más que demostrar que repiten esquemas del pasado, que son más retrógrados de lo que jamás se atreverían a reconocer.

Además, junto a esa descripción social, está el amor, la historia que nunca llega a buen puerto y que, aún sabiéndolo, todos acabamos metiéndonos de lleno. Para colmo de males, el final me pilló un poco desprevenida, deduje algunas cosas (lo hará cualquiera, supongo), pero no me imaginé que llegara a ese extremo ¡sin terminar la historia!

Porque Zadie deja su libro abierto, no sin final, pero sí abierto a que pensemos un poco en lo que ha ocurrido, que reflexionemos sobre cuál de los personajes somos nosotros o las personas que tenemos más cerca.
En definitiva, os lo recomiendo. Yo ya estoy en lista de espera en la biblioteca para leerme el último.