jueves, agosto 10, 2017

El pueblo

Llamó a la primera puerta. No tenía muy claro cómo acabaría aquello, ni tampoco, en realidad, por qué lo estaba haciendo. Pero ya sonaba el picaporte girando y una voz medio confusa con un ¿quién es? que, confiado, no miraba por mirilla alguna y, simplemente, abría la puerta.

Casi nadie es capaz de responder mal a una sonrisa rotunda. Menos mal. Dijo hola, se presentó, preguntó el nombre, por la salud, el estado de la familia y, antes de que el morador de esa primera vivienda pudiera reaccionar preguntando, dio otro apretón de manos y se dirigió a la segunda puerta.

Todo un pueblo. Quería conocer a todo el pueblo. No es que fuera a mudarse allí. Ni siquiera tenía un interés familiar, histórico o de ningún tipo. Estaba de paso y algo le había impulsado a presentarse a todos y cada uno de los habitantes. Al menos, acudir a sus casas. Puede que no llegase a conocerlos a todos si estaban trabajando, en la ducha, dormidos... No tenía intención de cruzar el umbral, a menos que le invitasen a ello. Aunque eso tendría el inconveniente de que su tarea llevaría más tiempo del que tenía pensado.

¿Tenía prisa? No lo tenía claro. Suponía que no. No había destino al que quisiera llegar. ¿No había nadie esperándole? Eso era algo que no nos iba a dejar averiguar. Su intimidad quedaba al descubierto en lo mínimo. Cada presentación era la misma y no. En realidad no quería hablar de ella. Se interesaba por los otros. Quizás ese fuera el principal motivo por el que les costase tanto a los lugareños centrar su extrañeza para dirigirla en forma de interrogantes.

Tan era así que ni siquiera se les ocurría llamar al vecino, al amigo, a la madre, al padre, al hermano a contarle que le acababa de pasar una cosa extraña. Porque habitual no era que una desconocida se les plantase en la puerta para saludar, presentarse e interesarse por uno. 
Mientras deshacían el pasillo hacía lugares más frescos de la casa, alguno llegó a pensar que sería una moda moderna. Pero no era tan joven la visitante como para estar metida en 'esas cosas raras de los móviles'.

Tampoco estaba haciendo fotos. Y llevaba una cámara al cinto. No hacía fotos a las personas, verdaderamente. A las fachadas sí, al entorno. Amante de los retratos, por una vez se estaba decantando por objetos inanimados. El disparo lo hacía cuando la puerta se había vuelto a cerrar. Es como si las palabras del habitante del hogar le hubiera dado la clave de quién era y que ésta fuera claramente visible en la fachada, la acera, el jardín, la verja... O la nube prendada de una chimenea dormida bajo el calor aplastante.

Seguía su recorrido sin cejar. Nunca un fruncir de ceños al ver que las calles (no demasiadas) no habían terminado aún. Algún gesto de contrariedad si no oía ruido alguno detrás de alguna puerta y no era abierta. Sacaba una libreta, apuntaba calle y número de edificio y continuaba con su ruta.

Lo cierto es que la sonrisa que tenía era contagiosa. Algo hermoso debía haber en el gesto, porque la mayoría de los vecinos se sentían con una extraña alegría. No se les exigía nada, ni atención ni escucha. Sólo tenían que hablar, si querían. Ninguno fue capaz de darle con la puerta en las narices. 
La tarea duró día y medio (no era un pueblo grande).

Cuando terminó, recogió sus cosas del hotelito en que se había alojado, abrió el coche en el que había venido y salió del pueblo tal y como había llegado. La cámara cargada de imágenes sin vida muy vivas, la cabeza repleta de ojos brillantes e historias que contarse a sí misma en esos momentos en los que perdía pie.

A P. que inspiró este texto.