lunes, agosto 12, 2013

La calma agitada



Cuando el corazón empezaba a desbocarse, sólo la fuerza indómita del mar parecía calmar sus ansias de acabar con todo y con todos. Sentarse en la arena, sentirla en los pies, aún en el frío invierno, en las manos, oler el mar, notar el mar, su humedad.
Y, sin embargo, aún necesitaba unos instantes, a veces incluso horas, para dejar de intentar atarse a la tierra, de agarrar con fuerza la arena entre sus manos para sentir que se escapaba entre sus dedos, herida por la rabia o la frustración o las ansias de tener lo que pudiera parecer imposible. 
Pero, tarde o temprano, llegaba la calma. La respiración dejaba de ser entrecortada. El pecho paraba en las agitadas subidas y bajadas. Los ojos, entrecerrados, se iban abriendo al mundo. El pensamiento dejaba de amarrarse al círculo imparable de la sin razón y se centraba en el oleaje que, fuerte o calmado, mostraba el movimiento que es la vida. 
Recordaba entonces aquellos momentos de la infancia cuando el mar era su enemigo, porque la arrastraba, atrapaba entre sus fauces y la devolvía asustada y atragantada a la orilla. Pero también sentía la calma inmensa y la quietud de verse en el centro de la ola, donde estaba el aire que le permitía respirar debajo del agua y le hacía sentir tan eterna como el océano que la rodeaba.
Así mismo, podía sentir la mano en el hombro, rozando la cadera. La mano que le daba confianza, fuerza. El amor que la arropaba, incluso lejos del mar. Y no lo echaba de menos. Sabía que volvería. Porque amar era todo lo que quedaba.