domingo, junio 26, 2016

Gota

Escurre lentamente. Rueda dejando un rastro cálido y húmedo. Fino hilo que refleja la luz externa y muestra la oscuridad interna. Agua salada que inunda vidas enteras. Ahora sólo cae. Solitaria. Única. Imparable porque esta vez no levantas la mano para enjugarla. Dejas que elija su propio camino y continúe hasta la barbilla, el cuello, el pecho, el alma que la derrama.

Ni siquiera va deprisa. Lenta, como el dolor que se clava suavemente imitando al puñal cuya fuerza es la de quien te mira a los ojos mientras siente cómo penetra. Se descuelga de tu ojo como primer aviso y no te das cuenta. Sólo percibes que algo pasa cuando su calidez reacciona sobre tu rostro, en ese camino de río diminuto que dice más que todas las mareas de océanos incontroladas.

Lloras. No hay sollozo. Sólo esa lágrima que se desliza y que llama a sus hermanas. Lloras por ti. En silencio. Gotas que mojan tu cuello y te marcan esa presión que apenas te deja respirar y cierra tu garganta. Lloras por ellas. Por todas las mujeres que no tuvieron la oportunidad de elegir ni aunque quisieran. Lloras mientras la vida pasa. Sin palabras. Lloras como si lloviera dentro de tu casa, porque tu casa llueve y no sabes si quieres pararla. 

No sabes si puedes pararla.

Porque cada vez que respiras, cada vez que procuras alejarlas de ti, que tus ojos se sequen, tragar de nuevo, vuelven a salir en desbandada. Hay niebla en tu mirada, la realidad aparece desdibujada. O quizás sean estos perfiles borrosos de lupa mojada la verdad de la existencia que, harta de estar escondida, sale a borbotones ahogando a tus pestañas.

Así que decides dejar de luchar. Serpentea por tu cara aquella primera gota que sólo fue la llamada. Perfila tu nariz, engaña a tus labios, no se deja atrapar por tu lengua y continúa su caída hasta la mano que tienes en tu regazo reposada. Tiemblan tus dedos y se estremece el ser que habita en ti y te llama. Son sus susurros los que, como no quisiste escuchar, se convierten en chaparrón y cantan en notas silenciosas sobre un imaginario pentagrama.

Inmóvil quedas. Quieta ante la fuerza que necesitaba escapar y ha logrado una huída. Sin suspiros. Sin muros que quieran contener la riada. Esperas.

Dicen que todas las tormentas acaban. 

sábado, junio 18, 2016

La espera

Agarraba la mesa con fuerza, el cuerpo completamente tenso, inclinado hacia delante, casi levantado del asiento, con la mirada fija en la puerta. Parecía que podría dejar las huellas profundas de sus dedos en la madera, al observar la crispación que lo mantenía con un rictus concentrado. De verdad que había intentado mantenerse sereno. Sentado y con las manos reposadas sobre su regazo. En serio había jugado a todos los juegos mentales posibles para no acabar casi lanzándose a coger el picaporte. 
Primero había comenzado a pasar las yemas de sus dedos sobre toda la superficie de la mesa, los papeles que reposaban en ella, el bolígrafo, la funda de las gafas que alguien debió dejar olvidada, el bollo, ese vaso ya vacío. Luego fue inevitable que toqueteara los bordes desgastados, sintiera los años de arañazos, inscripciones hechas a punta de lo primero encontrado, y comenzara a tamborilear una melodía absurda escuchada esa misma mañana, mientras, obediente, se encontraba en la fila. 
De ahí a que convirtiera sus extremidades superiores casi en garras aguileñas que estrujaban, apretaban, imploraban con su gesto, sólo hubo un paso: un imperceptible movimiento en la manija de la puerta que le hizo dar un respingo y dirigir su mirada a ella. 
Pero eso había ocurrido hacía horas. Tantas que del bollo sólo quedaban algunos granitos de ajonjolí dispersos sobre el primer folio en blanco, las migas que flotaban acusadoras sobre sus negros pantalones y una pesadez en su estómago que le obligó a beber de un trago el vaso que tenía delante, sin pensar que dosificarlo podría haber sido mejor táctica, ahora que la boca empezaba a resultar algo seca y su lengua una pesada carga.
El giro del picaporte no había sido más que eso, una vuelta. La puerta no se había movido. Nadie había entrado. Nadie lo había llamado siquiera a través de ella. Ni un ruido. Ni un movimiento que pudiera percibir desde el sitio en el que lo habían dejado sentado con la sugerencia, en tono de orden, de que permaneciera allí hasta que lo avisaran. Y allí seguía. 
Inicialmente no le había dado ninguna importancia al retraso. En realidad, como le habían despojado de su reloj, cartera, llaves... De todo lo que llevaba que no era su propia ropa, no tenía muy claro si su espera era de horas o simplemente era su sensación ante la soledad. Pero cuando había percibido que la luz que entraba, difuminada por unas ventanas cubiertas de pesadas cortinas de tela gruesa, había comenzado a moverse, supo que el sol estaba ya bajo y que, increíblemente, lo estaban dejando olvidado en una sala vacía.
Eso era lo que le reconcomía. Los antiguos miedos ya conocidos de que todos lo abandonaban, de que nadie era consciente de su presencia, de que para los demás era una ausencia, le habían golpeado en el momento en que la oscuridad empezó a ocupar el aula. ¿Cómo iba a sustraerse de semejante temor si el día continuaba impasible en su transcurrir de horas mientras él, solo, indefenso al carecer de sus pertenencias, ignorante de qué estaba pasando allá fuera, no se atrevía a moverse por la instrucción tajante recibida cuando aún sentía en su corazón la ilusión de que todo iba a terminar de una vez por todas?
Ahora empezaba a sospechar que había sido un iluso. Que la esperanza, puta, lo había arrastrado a un final incierto que atacaba a sus terrores. Porque, ¿qué iba a ser eso si no una manera extraña, cruel y salvaje de mantenerlo alejado de dónde podría ser útil? Estaba claro que daría más resultado seguir su búsqueda que permanecer quieto, inactivo, lúcido y consigo mismo como única compañía. Cualquier cosa sería más productiva que esa espera. Estaba seguro. No hay utilidad en estar. Tenía que hacer. Quería hacer. Necesitaba hacer. 
Dio otro respingo. ¿Había escuchado algo? Aguzó el oído. Casi sintió a sus orejas elevarse como la de los animales asustados que presienten que se acerca una amenaza. Sin embargo, nada. Había sido una cabezada involuntaria que había hecho que sus manos resbalasen unos milímetros de su agarre y su cuerpo cayera un poco sobre ella. 
Se espabiló agitando la cabeza, aunque realmente lo que quería era erradicar de su mente los pensamientos veloces como rayos que la atravesaban alimentando su ansiedad. Volvió a tamborilear y entonar la dichosa melodía. Sonrió. Le extrañó su sonrisa y la borró rápidamente. No quería permitirse un rastro de felicidad en un momento como ese. No podía ser feliz. No quería serlo hasta que no hubiera acabado con su tarea. Sería como una traición a todo (un todo que no conseguía definir).
Las luces que entraban por las ventanas eran ya de las farolas y focos que iluminaban el patio. Quedaba sobre el campo de juego una pelota deshinchada, olvidada como él, había pensado. Le dio pena el balón. Le supuso tanta tristeza que sintió que sus ojos se humedecían. No daba crédito mientras las lágrimas iban escurriendo por su rostro. Perplejo escuchaba sus propios sollozos. 
'¿Qué me está pasando?' se repetía una y otra vez, tan asustado por su propia reacción que la pregunta saltó de su cabeza a sus labios, primero suave, un susurro apenas perceptible, poco a poco con más fuerza hasta que se convirtió en un grito animal. Ese bramido primitivo lo sorprendió como si hubiera salido de otra boca, tanto que se quedó petrificado, una vez más, con los ojos fijos en la puerta. 
Sus brazos se destensaron y cayeron a los lados de su cuerpo. Las manos volvieron a posarse sobre sus piernas. La respiración, entrecortada hacía unos minutos por el llanto, se acompasó al miedo de forma regular. 
Estaba, de nuevo, como lo habían dejado aquella mañana. Sólo los restos del bollo y el vaso vacío daban testimonio de que habían pasado horas. Sus ojos fijos parpadearon y surgió un suspiro. Decidió hacer caso. Quedarse quieto y esperar.