sábado, febrero 27, 2016

Mi precipicio

Aterra. Estar al borde del abismo. Sentir el viento gélido que golpea la cara y la llena de vida por el contraste del corazón palpitante. Da un vértigo de los que mariposea en el estómago y revoluciona la cabeza, que da vueltas y vueltas y vueltas en un torbellino del cual sólo conoces el punto inicial: el precipicio frente al que te encuentras.
Siento el miedo, y lo abrazo, lo acaricio, dejo que me invada y reposo mi vida en él. Porque ése es el acantilado ante el que estoy dando el paso. Mi vida. Hubo un tiempo en que creí tenerla controlada. Sabía a qué quería dedicarme, sabía qué persona quería a mi lado (y estaba), no había dudas del lugar donde residiría. El espejismo duró años, incluso después de romperse varias veces.
Pensé que había llegado a acostumbrarme a la incertidumbre, y posiblemente a ella sí que esté acostumbrada. A lo que no me acomodo es a la duda. Al no saber, más bien, al no saberme.
Pero me dejo balancear por los aires de cambio que llegaron sentada en un aula con la luz del sol entrando a raudales y despositando en mí una sonrisa que luego fueron lágrimas. 
A veces lluevo. O arrecio. Ríos que me desbordan y se llevan todas las hojas atascadas en mi, por qué no decirlo, en ocasiones retorcida e imbricada mente. Me desvío del miedo. Abrazo el miedo. Hacía tiempo que no apreciaba el valor de tener frente a mí un mundo de posibilidades. Yo misma las había recortado y había puesto delante de mí las anteojeras para cerrar puertas, ventanas, rendijas y salidas que me aireasen. Me estaba momificando viva.
Me aterro y me alegro por ello. He sabido confundir muy bien raíces con ataduras con las que he apresado mi propio cuerpo y mi capacidad de conocerme para hacerme creer que estaba ahora. No estoy. Y mucho menos en este momento.
Así que, aquí, al borde del precipicio, con el deseo de ser capaz de agarrarme a él por mí misma si hace falta, como pude hacerlo de una barra hace un tiempo, me paro. 
Para ver lo de fuera, toca primero observar dentro. 

jueves, febrero 25, 2016

Mi pijama rosa

Me pongo este pijama y te recuerdo a ti. Rememoro tu presencia, grande, fuerte, alto, delante de mí y mirándome, pequeña, fina, en apariencia frágil, siempre delgada. Me viene una sonrisa que congela esa imagen como un cuadro. Imborrable y eterno, un instante en que se cruzaron nuestras miradas.
Me pongo este pijama y te recuerdo a ti, aunque sólo me viste una vez con él y apenas fue un segundo, nada. 
Reconozco la sensación de que podría estar segura entre unos brazos que me abarcaban por completo, pero a sabiendas de que sería yo la que permanecería firme cual estaca. Evoco las ganas de que fuera verdad, que, por una vez, yo quisiera ser la salvada. 
Sólo un instante que se viene a mis labios y me vuelve al presente, donde ya estoy a salvo, sola, frente al espejo, mirando mi cara. Descubriendo en mis ojos el brillo que antes te reservaba. A ti, a otros, a quien fuera que no fuese yo y que me hiciera creer que necesitaba ser rescatada, para acabar siendo yo el salvavidas al que quebraban las alas.
Ahora esa mirada me la dirijo a mí. Y la sonrisa vuelve a mi rostro, confiada. 
Y te recuerdo a ti, y sonrío más, porque soy feliz, aquí, sola, frente al reflejo, con mi pijama rosa con conejitos y bragas dibujadas. 

sábado, febrero 06, 2016

La belleza está en el rojo

Una gota, otra, otra… Iban convirtiéndose en un charco a los pies de la mesa. El silencio era tan intenso que se oía el ruido de cada gota al golpear el suelo, al rebotar. El cuchillo había entrado muy profundo. En las películas dicen siempre que es mejor dejar el arma dentro, para que no se desangre tan rápidamente. No es que tuviera prisa, pero no quería dejarlo allí clavado, le parecía morboso. El cuerpo sobre la mesa, la silla en el suelo y el rastro de sangre que se precipitaba desde el borde, no le parecían truculentos. El cuchillo clavado en el cuerpo, sí. Cosas de la estética. O de la belleza. La composición del rojo profundo contrastado contra el nogal de la madera le parecía bonita. El arma incrustada hasta la empuñadura, no. Eso hubiera sido ostentoso.
De manera que se fue y dejó que los últimos estertores de vida, ahogados en sangre, nublasen los ojos, ya de por sí asustados, de aquel que, segundos antes, sin comprender del todo qué ocurría, lo habían mirado suplicantes. Ya no los veía. Se había acostumbrado a esa mirada. Le aburría, era siempre igual. Daba igual la edad y el sexo, le parecían todos esos ojos idénticos en su última interrogación. Lo que no llegaba a comprender era la duda, porque lo explicaba todo con una precisión médica. Cada uno de ellos había sabido qué iba a ocurrir. Está bien, no con el tiempo suficiente para reaccionar, eso podría haberle restado teatralidad a la escena y no podía permitirlo. Para nada. Le había costado mucho desarrollar cada guión como para dejar que una mala improvisación acabara con su trabajo. Ya le había pasado sobre las tablas y no iba a aceptar que estos actores amateurs destrozaran su obra como lo habían hecho profesionales años atrás, cuando escuchaba aún los aplausos de un público casi oculto por el brillo de las candilejas.
En fin, no quería entretenerse más. Era muy pesado escuchar las sirenas, aunque se imaginaba que esta vez tardarían más. Carlos era solitario. Pasaba tanto tiempo en casa sumido en sus propios proyectos -por llamar de alguna manera a lo que él consideraba obras menores- que no habría mucha gente que lo echara de menos. Además, era el inicio del puente de Mayo… Muchos de sus amigos habrían optado por disfrutar de los primeros calores lejos de la ciudad que apestaba a contaminación y mal karma. ¡Qué gente! Ya nadie se deleitaba con ese estupendo ritmo acelerado, donde el más llamativo de los humanos no era más que parte de un paisaje anónimo en el que pocos se fijaban. Bueno, para eso estaba él. Para sacar a los perdidos en la maraña social de su anonimato y hacerlos brillar, preferiblemente sobre fondo rojo. Antes, de niño, era más de amarillo… Pero pocas cosas en el cuerpo son amarillas. Y la ropa amarilla sienta fatal a todo el mundo. Y, ¡qué narices!, años de teatro le habían dejado de recuerdo esa estúpida superstición con su color preferido. Lo cambió al rojo sin problemas. Más caliente. Más vibrante. Más vivo. ¿O era irónico decir que el rojo de la sangre derramada era vivo, cuando el cuerpo yacía inerte y los ojos vidriosos mantenían su interrogación?
Tendría que pensarlo en casa, son temas para meditar. A lo mejor tenía que dejar aparcados los cuchillos y pasarse a… No sabía. El cuchillo era cercano, personal, y ofrecía una sensación tan real y… No, estaba claro. Dejarlo no era una opción. Pero quizás tendría que buscar zonas menos sangrantes… Claro que eso podría dar tiempo a sobrevivir. Lo cual tampoco era una posibilidad. La belleza de la muerte es que termina, no como esos estúpidos que se jactaban de haber vuelto de ella. ¿Qué mérito tiene la suerte? Su labor sí que era meritoria. Dejaba escenarios perfectos, lo que le hacía florecer una sonrisa de satisfacción. Estaba atractivo con esa sonrisa. Lo sabía. Sabía que ellas lo miraban más cuando había dejado a Carlos, Juana, Felipe, Esteban, Rosa o María en su hogar, envueltos con su propio calor. Lo miraban y lo seguían. Era un placer añadido con el que no había contado la primera vez que escribió su obra. Pero ahora no se permitía obviarlo. Con ellas era dulce. Nada de esos juegos de dominación y violencia. Dios le librara de eso. Ellas se merecían la dulzura del amante del buen hacer. No dejaba de ser otro papel que cumplía a la perfección. Deseo es deseo. Y a él le sobraba. Deseo de vida. La muerte sólo era una pequeña parte.
Joder, casi se le olvida. Había quedado. Y Elena es de las que se enfada si tiene que esperar… Que ella haga esperar es otra cosa. Se miró en el espejo de casa. Vale, la sonrisa seguía ahí. No había manchas… A ver, no, eso no era una mancha, qué obsesión le había entrado. No quería que se repitiera como aquella vez en que su madre se asustó pensando que le estaba ocultando algún accidente… Y todo por unas gotitas en los bajos de la camisa. Desde entonces, era muy escrupuloso y se cambia de ropa y, si hacía falta, tiraba la que tuviera una mínima mancha. No por él, que él le habría contado todo. Pero su madre nunca entendió la belleza que él veía. Se acordaba de pequeño… Al final iba a tener razón ella y no era hijo suyo. Aunque mandaba narices que eso lo dijera la mujer que lo dio a luz en pleno julio a las cuatro de la tarde y pesando casi cinco kilos. Otra cosa no, pero enterarse de que él nacía, se tuvo que enterar.
Ya se estaba desviando otra vez de la cuestión. Tenía que peinarse y darse prisa o llegaría tarde y Elena le montaría el pollo. Y no tenía ganas. Tenía ganas de sexo. Tenía ganas de ver el deseo de ella en sus ojos y las ganas y la forma de controlarse. Siempre se controlaba. Pero hoy no quería que lo hiciera. Hoy era un día para disfrutar del deseo, y ella iba a tener que formar parte. O, si no, la despacharía pronto. Ya habría otra. Y sonrió de nuevo al pensarse sobre ella, desnudos, jadeantes, sedientos el uno del otro… Mmm, no quería pensarlo ahora o Elena se pondría a la defensiva. Otro pensamiento, otro pensamiento… ¡Las lilas! ¡Joder! ¡Mierda! ¿Qué hay abierto a esta hora? La mente trabajaba rápido. No iba a ir a un chino… Ellos son amarillos, se rió de su propio chiste sin gracia. Pero no tenía mucho tiempo. Bah, iría al chino. Ella no se iba a dar cuenta. No veía.
Sin embargo, era su abuela, se merecía un respeto, ¿no? Unas bonitas lilas. Quizás al día siguiente le diera tiempo antes de visitarla. Piensa, piensa, piensa, ¿te dará tiempo? Sí, seguro que sí. Todo era cuestión de no enredarse esta noche. No iba a dormir en la casa de ella, fuera la que fuera. Esta vez no. No le gustaba no hacerlo. Parecía un amante ocasional. Lo era, pero eso ellas no lo sabían hasta el cabo de los días, cuando no recibían la llamada, cuando el silencio les pesaba. Le gustaba imaginarlas sobre fondo azul, deseosas, interrogantes. Esa duda no le molestaba, al contrario que las de los ojos antes de dejar de respirar. Claro que él no tenía el placer de contemplarlas en esos momentos. Una vez lo intentó, pero casi lo descubren y la gracia habría terminado. Porque no iba a ser tan maleducado de no acompañarla una vez que ella lo hubiera saludado. Eso no. La cortesía es lo primero en un caballero. Y él no iba a dejar de serlo por mucho que pareciera pasado de moda entre los ‘modernos’. Esos modernos barbudos que se pensaban la cima del mundo. ¡Arg! No soportaba ese vello facial descuidado que quería ser el indicativo de pertenencia al grupo cool. Grupo cool, pero, ¿quiénes se habrían creído? Con sus términos acuñados de forma aleatoria para ser diferentes, cuando todos acababan siendo iguales. No, de eso nada, él no iba a dejarse barba, como tampoco había empezado a usar cremas porque lo dijeran en la tele. Cara diariamente afeitada y pelo peinado, no esas patrañas de despeinarse durante horas.
Menos mal. Elena no había llegado aún. Se sentó en una mesa. Pensaba que el local estaría más lleno. Tenía que reconocerlo. Odiaba a los barbudos pero adoraba sus locales. No es que él fuera muy retro, pero ese ambiente que no era más que artificio volvía a recordarle esos momentos en los que el teatro era su hogar. Porque esos bares ‘modernos’ no eran más que un escenario para él. La recreación de unos espacios que nada parecían tener que ver con las calles que los rodeaban y que empezaban a ser habitados por personajes. Nadie de los que se encontraba allí dentro le parecía auténtico. Salvo él. Los demás, a quienes miraba con ese desprecio del que se cree superior sólo por creer saber, no eran más que fachadas que intentaban encajar en un decorado pensado para ellos.
Elena interrumpió sus pensamientos. Se le acercó sonriente, como siempre. No le quedaba otra que admitirlo. Le gustaba esa sonrisa. Se dieron los dos besos de rigor y ella se sentó sin parar de hablar. A veces le saturaba su charla. Pero intentó escucharla. Hoy debía mostrar interés, para hacerla sentir cómoda. Quería ir a su casa. Y si se volvía arisco, no habría ninguna posibilidad. Así que intentó olvidarse de los demás personajes y la miró a ella. Seguía sonriendo, aunque a veces su gesto se volvía adusto. No había tenido buena semana. Punto para él. Estaría más vulnerable. Las malas semanas la ponían mimosa. Su gran oportunidad. Sonrió, pero con disimulo, estaba contándole un problema. Pero él lo que quería era llevar la conversación a su terreno… ¿No acababa de comprar ella un cuadro? ¡Bingo! Excusa perfecta. Estaba verdaderamente orgullosa de su adquisición y se dejaría mimar…
Hacía rato que había desistido de mirar el reloj. No conseguía más que ponerle nervioso y, en realidad, no tenía prisa. Sabía que iba a dormir en casa para comprar las lilas al día siguiente. Pero podía volver de madrugada. Ya no necesitaba dormir mucho. Y, aunque lo necesitara, sus próximas escenas se le planteaban vívidamente cada noche y tenía que anotarlas para ir eligiendo protagonistas. Así que decidió dejarse llevar por la conversación. Elena estaba verdaderamente maravillosa. Una pena que no fuera capaz de enamorarse. Se sorprendió de su pensamiento. ¿Podía enamorarse? Una cosa más a meditar en casa. Hoy no iba a dar abasto. Enamorarse acabaría con ellas siguiéndole a los rincones oscuros después de dejar sus escenarios… Concentración, concentración, Elena le mira interrogante. ¿A qué tenía que responder?
Finalmente, había sido ella la que lo cogió de la mano. Acariciaba su antebrazo con suavidad mientras caminaban hacia su piso. No paraba de hablar maravillas del cuadro. Artista nuevo, a ella no le importaba. Le habían impactado los colores. Podría ser abstracto, pero veía algo, siempre veía algo. Era parte de su encanto. Descubrir lo que los demás no veían.
Sirvió unas copas de vino tinto y lo acercó al dormitorio. El cuadro presidía la habitación desde la cabecera de la cama. Era magnífico. Tonos rojos, anaranjados, amarillos (en esta obra lo perdonaba), destacando sobre la colcha de un blanco puro. Ella no paraba de hablar. Había dejado de escucharla. Estaba embobado por esas manchas sugerentes de un rojo intenso y de un naranja encendido. Había dejado de oírla. Por eso no comprendió qué pasaba cuando ella lo giró suavemente en un gesto que parecía decirle bésame. Se acercó a sus labios y sintió la hoja atravesándole el abdomen. No pensaba que ella tuviera tanta fuerza. No creía que ella pudiera tener esa energía. Y lo supo.
Supo que él la estaba mirando con los ojos interrogantes que había visto tantas veces. Quizás a ellos les había ocurrido lo mismo. Habían dejado de escucharlo y por eso no comprendían que todas sus palabras eran la explicación de lo que estaba pasando. Y ahora que volvía a prestar atención a las palabras era tarde. Estaba ya tumbado sobre la virginidad del cobertor. Ella también había retirado el cuchillo. Pero no se había ido. Estaba allí, contemplándolo. Con el mismo brillo en los ojos que había dedicado al cuadro minutos antes. Podía oírla. ‘Sé lo que has estado haciendo. Sé que fuiste tú el que hizo desaparecer a Esteban. ¿No te gustaban las escenas? Pues esta vez serás tú el protagonista y yo quien me lleve los aplausos’.

Notó cómo su respiración se ahogaba y supo que la sangre había empezado a colapsar sus pulmones. Las lilas ahora parecían algo lejano.