miércoles, febrero 28, 2018

Aparezco

Hay una tristeza de profundidad abisal. Baja, cae, alcanza lugares inaccesibles mientras arrastra. Tira sin piedad a la vez que pedazos saltan a la superficie como recordatorio de su existencia. Es una pena tan preparada que se agazapa como la mejor cazadora, al acecho sigiloso de quien conoce a su presa. No sirven en ella las mejores linternas colocadas hacia delante con haces de serie de FBI. Queda la luz amortiguada por una oscuridad cortante y silenciosa que penetra en cada resquicio de oxígeno, oprimiendo el pecho hasta hacer a la cabeza, incansable, explotar en los saltos imparables y desbocados.

Se ceba de lluvias torrenciales que amargamente arramblan con el cauce apenas recién creado con temblorosas manos inexpertas. En una corriente infinitamente callada y subterránea hasta que el resquebrajamiento de la personalidad le abre camino sin barreras.

Cuando llega, ya apenas quedan fuerzas para luchar contra ella. Y guerreo. Combato como si se me fuera la vida en ello, porque la vida es lo que me juego y no importa si me siento la célula diminuta frente al gran pez antediluviano cuyos dientes en fauces abiertas son el preludio de convertirme en merienda.

Comprendo tarde que queda poco de mí entre tanta ruina y el submarino de rescate lanza SOS a mí misma como último recurso al recuerdo. Por si despierta la añoranza de esa alegría innata que me ha salvado tantas veces.

Cual terminaciones nerviosas en alerta, saltan los impulsos azules, morados, intermitentes, incansables, convertidos en las sirenas de toda una tropa de ambulancias y coches de bombero que siguen sin acabar del todo con la negrura que me aflige.

Y escribo, escribo, escribo. Escribo para vaciar, para no llorar o llorar sobre el teclado, sobre la hoja, sobre la mesa, sobre cualquier cosa que no sea este clamor doloroso que me hace saltar quieta y acaba con las pocas energías que reservaba.

Y escribo, escribo, escribo como defensa y como ataque, como salida y como huida mientras permanezco mirando la sima a la que he saltado tantas veces en una sola vida que pensé que ya estaría cubierta de todos mis cadáveres y no habría caída posible. Sin embargo, aquí tampoco son suficiente mis huesos para sostenerme, ni siquiera los millones de ellos que se han roto en cada intento de salvar el precipicio que decían llevar al vacío fértil. Pero si fértil es esta hondonada, yo no encuentro los abonos que me permitan no querer llorar tanto que se inunde mi casa, mi ciudad, el mundo hasta ahogarme en mis propias lágrimas, por si así comprendo, de una vez y para siempre, esta congoja inhumana hecha humanamente de mí.

Y rezo a lo que quede de deidad en este mundo sin deidades para que sea suficiente. Que las palabras sean de nuevo tabla y nave. Porque, si no, sólo quedarán ausencias repletas de este sufrimiento al que abrazo porque es lo más conocido que tengo. Y no lo quiero. No lo quiero ya, aunque sea mi más fiel compañero.