martes, septiembre 26, 2017

Al otro lado del muro.

Ella los mira. Los ha convertido en un foto fija. Los ha transformado en lo que siempre acaba siendo ella: una imagen sin movimiento que debe estar callada y bonita. 

Los contempla. 

Observa a su vecino. Allí, encaramado al muro, ha decidido ignorarla de nuevo. Como hace desde el momento en que a ella se le desarrollaron los pechos y empezaron a murmurar. Lo hizo por el bien de ella. Eso le dijo: «no quiero que no encuentres un buen marido por mi culpa». Que ella quisiera o no tener marido no se contempla. Que quisiera su amistad tampoco. Que quisiera. Punto. No le dieron opción a elegir. Aprendió pronto que esa sería una constante en su vida.

Ahora él está haciéndose el distraído. Disimula girándose al otro lado, pero ella sabe que no es así. Siempre se le escapan los ojos hacia donde se encuentra. Y dibuja una sonrisa triste y casi levanta la mano para saludarla. Pero no lo hace. Nunca lo hace. Ahora es ella la que lo curiosea.

Tras el velo que difumina su rostro también mira al vendedor ambulante con su bici a cuestas. Ése que intenta rozarla cada vez que se la encuentra. El que le susurra libidinosamente, sabiéndose protegido, porque si protesta tiene toda las de perder. El que sueña con recorrerla con su lengua y forzarla, porque si es con su consentimiento no tendría gracia, no dejaría huella. Le ve ajeno, también ignorándola porque la última vez se arriesgó y llevó un cuchillo que le rozó la mano que pretendía tocarla. La hoja afilada rasgó su piel como el papel y la sangre debió ser aviso suficiente. Fue tan sutil que él no supo reaccionar, no vio la herida hasta que fue a alcanzar la fruta que le pedía otra clienta.

Se cruza el estudiante. El que se negó a sentarse a su lado porque «no era digna de educarse». Ni la miró en ese momento, no lo iba a hacer ahora, por la calle. Donde la sabe menos protegida, más fuera de lugar. Porque las plazas no son de ella. Son de él. Son de ellos. Y por eso camina erguido, ajeno, libre. Mientras ella permanece atenta.

Los niños. Los niños siempre la ignoran. Son aleccionados casi desde la cuna en que no hay que acercarse, salvo a la madre y a la hermana «para protegerlas».  Así que directamente se lanzaron al muro, al otro lado. No tenía importancia. A ellos apenas les culpa. Les da el beneficio de la inconsciencia infantil. 

Sin embargo, esta vez no les va a valer de nada todas sus argucias. Podrán intentar no verla, lucharán con no verla y acabarán trepando el muro que tanto les interesa. Porque en esta ocasión ella no está sola, ninguna de ellas. Han ido sumándose, de una en una, silenciosas, ignoradas, no vistas, de cada punto de la ciudad, caminando kilómetros. 

Y se acercan.

Paso a paso, empiezan a formar una masa que observa.
Que analiza como las analizan a ellas.
Que susurra, pero no lo que están acostumbradas a escuchar, lo que les han obligado a escuchar, si no su propia fuerza.
Murmuran quiénes son.
Explican de dónde vienen y adónde van.
No se paran.

La foto cambia.

Ellos miran.

Ellos se asustan.

Ellos corren.

El muro que las encerraba a ellas será su paredón. El lugar donde dejen de ser quienes las manejan.


A  J. A. cuya foto inspiró esta entrada.

sábado, septiembre 16, 2017

El coño y el corazón palpitan juntos, es la cabeza la que nos putea

Pensativa. Analiza una y otra vez. Empieza de nuevo. No es que sus ojos no vean, no están mirando. Ha permitido que desaparezca el latido unívoco y al unísono. Se está alejando de sí misma sin darse cuenta, mientras cree firmemente que es ella más que nunca. Porque piensa. Se piensa. Da vueltas y revisa mentalmente cada ángulo. Incluso los suyos propios. No lo nota. Pierde el contacto y el ritmo se diluye en una cuenta atrás que será sin retorno. Le va a quedar una única baza y la vida no es eso. Son muchos fragmentos caminando sobre el mismo pentagrama. Porque hay un ritmo. Acompasado. Ahora distante, pero tan fuerte que no nace de una única entraña. Se aleja. No se ha movido ni un milímetro del lugar y casi está extraviada. 

Por un instante, se despista. Ahí vuelve. Ese palpitar conjunto intenta revivirla. Su coño se moja y su corazón le grita desde el pecho para ser oído. Ha bastado un roce. Agita la cabeza ensimismada. Intenta dejar de oír. Dejar de sentir porque es lo aprendido. Apreciar, percibir, malo. Analizar, ser lógica, bueno. 

Grito: ¿qué lógica hay en perder lo que nos hace humanas? ¿Lo que aúna alma y cuerpo en una sinfónica y placentera vivencia que estalla en el coño, corre al corazón y explota en mil pedazos en la cabeza, convirtiendo un pensamiento en un universo en expansión?

Está mal. Eso es lo que piensa. Está mal porque es demasiado bueno y prefiere irse al carajo antes de que se vuelva daño y queden esquirlas sangrantes durante años. La mente vuelve a la carga con más fuerza. 'Sufrirás, llorarás, querrás estar muerta'. 

Está muerta ahora si se queda quieta. Porque hay muchas formas de escuchar y la única que habla no es la cabeza. 

Cabizbaja, reflexiona. Y palpitan más fuerte desde el pecho, desde la entrepierna. Los demás tienen que oírlo, se dice. Pero es sólo ella. Y no quiere escuchar. Llegar al cielo no es suficiente cuando aprendió un silencio extendido a su cuerpo, que también debe callar. No compartirse, ni con ella. Ser inmaculada, impoluta, fría, distante, razonable, protegida por el muro de la indiferencia. 

No ser humana. O ser la humana que otros decidieron que fuera. Caminar por una sola ruta marcada por las pisadas de millones de mujeres que antes que ella se dejaron arrastrar por considerar que no tenían más remedio.

Otro roce y vuelven a la carga. No se van a callar tan fácilmente. 

Se quedan. 

A Á. cuya frase dio pie a este texto.

viernes, septiembre 01, 2017

Un enchufe, un mueble y mi padre

Una se piensa que estudiar sirve. Que el saber es útil y que tener la carrera ayuda. Y aquí estoy, llorando como una magdalena y mirando estos cables pelados en mis manos, sin tener muy claro si las lágrimas son por el enchufe, por mí o por mi padre.

Aquí, tirada en el suelo en medio de las convulsiones del llanto, sólo pienso en las veces que no lo escuché, las veces que pensé que yo estaba por encima. Yo había estudiado, había viajado, sabía más. Y no lo escuchaba. Ahora, aquí, en el suelo, con el hueco del enchufe desafiándome desde la pared y estos tres cables en la mano, sólo pienso lo tonta que soy, lo poco que sé, lo estúpido que fue no escuchar porque ¿qué iba a enseñarme él, un pobre paleto de pueblo con toda una vida dedicada a sus labores?

Como un cine en HD, mi cabeza se ha llenado de escenas, aquella en la que él me hablaba de temas en el hogar que podrían ayudarme y que yo ignoré, centrada en mi próximo viaje y en lo pesado que era mi padre. Retazos mínimos de cuando, con total paciencia y aún sabiéndose medio ignorado, me llevó a la pared, me repitió que primero había que cortar la luz y se dispuso a enseñarme cómo se cambiaba el enchufe. 

Me habría venido mejor recordar esa parte hacía diez minutos, antes de que los vecinos comenzaran a salir de sus casas porque había saltado el diferencial del edificio, después de que yo recibiera una bonita descarga.

Aquí estoy, llorando, intentando ir más allá en ese recuerdo para aprehender qué más había que hacer, dónde se colocaba cada cable y si el tornillo se apretaba antes o después de encajar esta maldita pieza negra con esta otra blanca, que realmente es la única que me parece un enchufe.

Sorbo las lágrimas y me apoyo en el mueble celeste, este aparador, más bien de cocina, blanco y azul cielo por el que peleé con uñas y dientes sin pensar si encajaría allá donde acabase viviendo. Qué estupidez sentir perfectamente cada milímetro de la madera como una historia de incalculable valor y no poder poner en pie ni una de las palabras de mi padre sobre el enchufe.

Puede que llore por él, que se fue sin saber que yo me iba a sentar en el suelo una tarde, delante de un enchufe que arreglar porque él intentó enseñarme. Que estaría aquí, con sus palabras rondándome la cabeza, acordándome de él y prestándole toda la atención que no le di en vida. No sabrá nunca que estoy llorando, frustrada, sin tenerle para poder llamarle y que me diga qué hago con el maldito cable que sobra, porque la clavija sólo tiene dos agujeros.

No sabrá que no me acuerdo de ni una maldita frase de las que me dijo acerca de enchufes, grifos, cisternas..., pero que recuerdo cada historia que me contó sobre este mueble que me apoya y que estaba en la cocina de su madre. Que siento su abrazo cuando era niña, y su voz diciéndome que por querer coger las galletas del último estante se subió a la puerta abierta de abajo y acabó con una brecha en la cabeza de la caída. 

No sabrá que siento en la yema de mis dedos el tacto de esa cicatriz que él me hizo tocar con delicadeza mientras me contaba esa historia después de encontrarme a mí trepando por el aparador. 

No me voy a dar por vencida. Voy a enjugar mis lágrimas, respirar profundamente, cortar la luz de mi piso y no pelearme con el enchufe como hacía con mi padre. Voy a escucharle y mirarle con atención. 

Él se lo merece.

Dedicado a A. A. que me dio el título.