miércoles, noviembre 20, 2013

Vocación

El 27 de Abril de 2005 (si mi memoria no me falla demasiado) apagué el ordenador de mi despacho, cerré la puerta y dejé atrás y, hasta hoy, de forma definitiva, la que es mi profesión vocacional desde los 10 años. Escribí las últimas palabras que saldrían publicadas firmadas con mi nombre y seguí mi camino sin mirar atrás.
La excusa fue que estaba cansada de vivir lejos de mi pareja de aquel entonces (el que pensaba era el hombre de mi vida). La excusa era que quería tener una vida en común y familia (de dos, pero familia). Y no fue una mera excusa... Del todo.
Porque esta decisión, que me costó tomar unos ocho meses de dudas, de decidirlo y echarme atrás, de estrés, fue principalmente tomada porque no pude. No pude con la profesión que amo, por la que estudié, viví en cuatro ciudades distintas, aprendí cosas que nunca me interesaron, pero que tenía que saber para poder escribir de ellas; superé una timidez brutal que me hacía ponerme enferma cada vez que tenía que enfrentarme a desconocidos, por la que perdí muchos kilos, muchas ilusiones y más de una esperanza.
No pude con escribir día tras día sobre política autonómica (tema nada más lejos de mis intereses pero al que llegué porque los avatares profesionales se emperraron en llevarme a él). No pude con no entender, y muchas veces no querer entender, los entresijos de una política que no me gustaban. No pude con un periodismo que en mi medio, que me dejaba bastante independencia en general, todo sea dicho, pretendía obligarme a titular antes de conocer (para mí el mayor delito del periodista, porque de esta forma obligamos a la realidad de lo que nos cuentan a transformarse en la realidad que queremos contar).
Muy pocas personas saben esto. Muy pocas saben de verdad cómo me sentí y lo que me costó tomar esa decisión.
Pero hoy, al acudir a una charla de corresponsales de guerra, de escuchar a una amiga hablar de su trabajo, y a grandes periodistas de sus vidas profesionales, me he dado cuenta de que mi fracaso, afortunadamente, fue mío. Porque a pesar de todo, a pesar de que el periodismo cada vez es menos periodismo y más entretenimiento porque es lo que quieren vender las empresas, hay muchos (cerca y lejos, en guerra o en paz) que siguen siendo periodistas, es decir, transmisores de la realidad, analistas de las causas y consecuencias, testigos, gracias al cielo no totalmente imparciales, de lo que el ser humano hace cada día con él mismo y el mundo.
Y no me arrepiento, para nada. Tomé una decisión dura y dolorosa que me ha llevado a una vida en la que soy básicamente feliz. Seguramente si hubiera seguido siendo periodista, a parte de que es altamente probable que hubiera acabado ingresada en algún hospital por colapso físico y mental; no sería feliz. Porque dejé de ser capaz de convencerme que hacía todo lo que podía todo lo bien a lo que yo llegaba.
Pero sin arrepentimientos, hoy sentí esa punzada en el corazón del amor perdido. Aunque, afortunadamente, quienes seguís luchando día a día por contarnos la realidad hacéis que esa punzada se transforme en calma. Lo que amo sigue vivo. Y que sea para siempre.

domingo, noviembre 17, 2013

Frío

Los restos del hielo salpicaban los pantalones que apenas le dejaban moverse. Atravesar un río helado tiene sus riesgos, pero parecía que avanzar tras haberlo logrado era aún más peligroso. Daba igual que hubiera encendido una hoguera para secar la ropa, o que la rabia que le hacía seguir avanzando lo calentara a él lo suficiente como para no sentir la congelación. Eran sus miembros los que se negaban a ir más allá. Sus piernas las que le decían 'queremos volver a casa'.
Pero no había otro camino. Adelante. Con hielo o sin él. Adelante. El atrás era un oscuro vacío. Le habría gustado que fuera un vacío figurado, pero no lo era. No había atrás. Su mente no tenía más allá de la última hora registrada en su memoria. Cruzar el río y seguir. Era todo lo que veía cuando cerraba los ojos e intentaba averiguar qué llenaba antes esa negrura interna.
Poco a poco empezó a darle igual el vacío. La rabia crecía por oleadas aún sin saber de dónde. Y era bastante. Para apagar el fuego, recoger lo poco que le quedaba y seguir. No había camino, porque sólo había un sendero. El de su memoria inexistente.
Pelear y avanzar. 
Los ruidos pasados habían desaparecido junto a los recuerdos. Pero parecía que el presente se empezaba a empapar del mudo sonido de su cabeza. O se había quedado sordo o el mundo estaba aguantando la respiración para ver adónde le llevaba su rabia.

jueves, noviembre 14, 2013

Sentado en el parque

Cuando llegó ya estaba sentado en el banco. De negro, con un libro entres sus manos, la cara concentrada, y una gran bolsa de deporte a su lado. No le extrañó. No iba a ser ella la única que decidiera dedicar su media hora de desayuno a leer tranquilamente en el parque. De hecho, sonrió. Escogió un banco un poco más allá entre el sol y la sombra y leyó mientras pelaba y comía sus mandarinas.
Al irse, apenas 20 minutos después, volvió a mirarlo, aún concentrado en su lectura, y volvió a sonreír.
Al día siguiente, cuando retornó con pasos seguros y lo encontró en el mismo banco tampoco le dio demasiada importancia. Ella llevaba varias semanas yendo, invariablemente a la misma hora (a la hora que podía salir de su oficina según los turnos), a ese lugar a leer. Le llamó algo la atención que estuviera en el mismo banco, misma postura, misma bolsa de deporte al lado, pero, ¡qué demonios!, los seres humanos somos animales de costumbres.
Sin embargo, cuando pasó una semana, y un fin de semana y percibió que la bolsa parecía menos voluminosa, mientras el banco empezaba a amontonar libros alrededor de este hombre, sintió curiosidad. ¿Llevaba la misma ropa? Nunca había querido mirarlo muy fijamente por no importunarle, pero ese día no pudo evitar hacerlo. La cara de él seguía concentrada en la lectura, pero parecía distinta. La barba ya estaba presente, algunas ojeras circundaban sus ojos, ¿estaba algo demacrado? No quiso pensar más.
Pero una semana después, él seguía allí. Y allí estaba la tarde que, en uno de sus paseos vespertinos, ella decidió encaminarse hacia ese parque, tranquilo, bastante céntrico y a la vez como alejado de todo. Ya no lo evitaba. Llegó a saludarle con la cabeza. Él tardó días en responder a ese saludo, apenas levantaba los ojos del libro, los libros, porque ya era evidente que los devoraba compulsivamente allí sentado.
Sin atreverse a decir palabra, pero cada vez más preocupada por cómo lo veía demacrarse día tras día, ella empezó a dejarle comida, alguna bebida, incluso un paraguas, porque un día cayeron unas absurdas gotas que sólo sirvieron para mojar los libros que empezaban a ocultar parte de su cuerpo.
En la cama, de noche, ella se imagina la figura de él, enjuta, encogida, quizás aún intentando leer. Y sólo podía darle vueltas a por qué esa terquedad en permanecer allí, no hablar con nadie, apenas mirar a nadie, ni a ella cuando le dejó algo de comida... Quizás ni siquiera la comía él.
Ya llevaba un mes viéndolo a diario. El frío había empezado a hacerle molesto quedarse sentada leyendo y, algunos días, pese a su curiosidad, iba a desayunar a un bar cercano, acompañado de sus compañeros, intentando olvidarlo a él.
Y llegó el día que hizo el 36 desde que lo vio aquella primera mañana. Y no pudo más. Se acercó sin dudas. Retiró un poco una de las montañas de libros, la que estaba más cerca de él. Se sentó a su lado y mirándolo fijamente, lo que hizo que él se girara, le dijo: ¿qué haces aquí? Él parpadeo un poco al retirar los ojos del libro, intentando enfocar su cara correctamente. Y empezó a hablar.

lunes, noviembre 11, 2013

Rozó la barandilla y sintió el frío de la noche que recorría sus dedos, su mano y subía por el brazo, en contraste con la calidez de la mano que reposaba en su hombro. Se giró levemente para asegurarse de que ese peso no era el recuerdo de un cuerpo, y la vio allí, mirando exactamente igual que él, al horizonte infinito.
¿No crees que el invierno está tardando?
Ya sabes que siempre piensas lo mismo para, en dos días, arrepentirte de que el frío cale tus huesos.
Ya, pero me gusta acurrucarme en ti.
Él no le dio importancia. Nunca se la daba. Eso habría significado un signo de debilidad.

domingo, noviembre 03, 2013

Sueños

A veces da miedo cumplir los sueños. O, a veces me parece que me da miedo cumplir mis sueños. No sabría escoger entre la opción de que sea cierto que da miedo o que parece que da miedo. Escucho a Debussy y pienso que siempre quise tocar el piano para tocar cosas como Claro de Luna. Escucho a Debussy y pienso en mi piano, en la habitación contigua, silencioso hace ya demasiados meses (¿quizás un año?). Mi libro de solfeo cerrado sobre él, mis lecciones manuscritas por mi profesora cogiendo polvo, igualmente calladas. Quedas en un clamor que retumba en mi corazón y mi cabeza. Un griterío que dice que no soy capaz, enfrentado a otro que dice que no lo intento. 
Tengo manos de pianista, dicen. Me coloco perfectamente frente al teclado, con mis dedos perfectamente alineados y absolutamente correctos... Pero quietos y sin rozar las teclas... 
Pero cuando toco, cuando recorro las octavas, aunque sean meros ejercicios repetitivos (el portato, los hombros...) soy la música. Me diluyo, desaparezco, más que cuando canto. Cuando toco el piano me disuelvo y vuelo, viajo como las notas, como la melodía, aún en mecánicas escalas repetidas una y otra vez. 
No quiero tener miedo.
Quiero tocar.
Quiero saber tocar y saber leer las partituras que tengo sobre mi piano. Supe hacerlo. Ahora sólo tengo que aprender. A dejarme ser piano. A dejarme ser música. A no soñar, porque ya sea cierto.