Los restos de la comida dibujaban un paisaje extraño y difuso sobre la mesa. Aún frente al desorden seguía sentada mirando al infinito que se esconde detrás de los objetos.
Se podría llamar sueño, si no fuera porque esos ojos abiertos y vivos, a pesar de la inercia de su propietaria, reflejaban demasiada agitación interna como para confundirse con el mundo onírico en el que la mente, aun en movimiento, reposa mientras dormimos.
Nada hacía prever si la mesa sería recogida en breve o las horas pasarían igual que la luz desdibujaría y jugaría con los objetos en ella dispuestos, abandonados a la suerte del tiempo y las moscas que, golosas, miraban desde fuera de la ventana el festín que podrían darse con las sobras.
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