Haber desandado tantas veces el camino no hace más fácil no volver a él. Las respuestas aprendidas te permiten vislumbrar las otras sendas, pero no siempre te habilitan a tomarlas antes de tropezar de nuevo con los mismos muros que te llevaron a plantarte delante de ella y decir «no puedo más». Y vuelves a no poder más y a tener ganas de llorar y enfadarte y te enfadas, sobre todo contigo. Y también con esos que te enseñaron mal porque ellos no lo sabían de otra manera.
Recurres a mil y un trucos y herramientas, te apoyas en esas redes que, gracias al cielo, sí que supiste crear y te sostienen, vaya si te sostienen. Son fuente de vida y confianza, cuando la autoestima se empieza a diluir en la sangre que escapa de ti entre tus piernas sin venir a cuento. Aunque viene a colación porque por mucho que quieras controlar, la vida te enseña que es mentira y que vivir es eso, tener lo inesperado, para bien, para mal, para regular y, sobre todo, para aprender. Aprender otra vez. Lecciones y lecciones y lecciones que ya creías saber al dedillo y que se disuelven como las personas en aquella película que podría ser una metáfora de tu vida, si no fuera porque tuvo un final feliz y ya dudas de que existan realmente.
El pellizco, ese del estómago que sí es bueno y te recuerda que la felicidad no es un estado constante, si no un camino que se va haciendo con cada paso, por minúsculo que me parezca desde este aterrador espacio que conozco tan bien que casi me anula.
Y recuerdas aquella que eres y te niegas una y otra vez hasta que empiezas a comprender que se trata de abrazarla, abrazarte, aceptar que es una parte de ti y que simplemente necesita el arrumaco que la niña reclama por ausencia en presencia. Procuras no pegarle una nueva patada, ya que perderla de vista no la anula, muy al contrario, la refuerza para que sea ella la que deje tu cuerpo y tu mente con tal paliza que quieras que te lleven a una UCI de la que no salgas en tres meses, para que al volver todo haya cambiado.
Da igual que te asuste el cambio, piensas que sería mejor así y no. No. Dentro de ti pelea la que se paró y dijo estar harta y derruyes de nuevo las piedras con las que te chocas como si fueran lanzadas a ti para romperte. No te rompes.
Te vuelcas en esa soledad que de amiga pasa a contrincante acérrimo para recuperarla y recuperarte. Para usar las esquirlas que han quedado de los ladrillos demolidos para rehacer la casa en la que habitas y que has decorado con tanto amor como fue posible después de haberlo perdido completo, por no haberlo sentido cuando era fundamental.
Entonces te dejas ir, porque la deriva es, realmente, el fluir que tu alma lleva anhelando y no ha comprendido. Sin entenderlo te dejas acunar y acudes a la salvación que existió desde que tienes memoria y te refugias y recuerdas y te calmas y respiras.
Inhalas nuevo aire que es igualmente conocido porque lo elegiste hace tiempo. Te paras.
La soledad vuelve a tornarse riqueza.
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