sábado, octubre 28, 2017

Tras la puerta

Corre a la mirilla, como cada vez que escucha la puerta del bloque cerrarse, ventajas de vivir en el bajo. La mayoría de las veces es para nada y vuelve desilusionado y arrastrando los pies al sofá. Esta vez ha habido suerte: ahí está ella. «Provocando como siempre», se murmura, bajito, para que ella no lo oiga. Lo tiene clarísimo: ella se cimbrea así para él, porque sabe que la está mirando. Mucho quejarse, mucha denuncia, pero está clarísimo que se pavonea en sus narices, allí, detrás de la puerta que los separa, con esos aires de suficiencia por haber estudiado más que él, «hasta el final».
«Quién se habrá creído la putilla ésta», con esos conteneos ¿cómo se va a controlar él, que ya tiene la mano en la entrepierna, agarrando su polla dura contra esa maldita madera que los mantiene lejos? «¿Cómo va a poder controlarse un hombre ante semejante espectáculo?», se dice, por comodidad, inconsciente de que, precisamente, por su condición de hombre, y no animal, no sólo puede, sino que debe controlarse, respetar a su vecina del cuarto, por mucho que ella le sonriera, sea educada, aceptara una vez su invitación a una copa en su casa. Él no está para eso, no está para nada que suponga aceptar que ella es otro ser humano, y menos ahora que su mano sube y baja por su miembro, pantalones de chándal ya a sus pies, mordiéndose el labio y con el ojo derecho tan pegado a la mirilla que casi podría salir por el otro lado. 

Ella lo nota. No puede tener la certeza absoluta, pero sabe que él la vigila detrás de la puerta cada vez que entra en el edificio. LO SABE. Porque siente ese no sé que le eriza la piel y la hace casi correr hasta el primer tramo de escaleras. Por desgracia no tiene escapatoria. No le quedan más ovarios que pasar delante del vano de ese «desgraciado, asqueroso, baboso» que le repele tanto como la asusta.
Cuando se mudó no calibró correctamente el nivel de garrulismo de su «amable» vecino del Bajo C. Aceptó ir a su casa, sin saber que acabaría manoseada antes de lograr traspasar el umbral asqueada y casi gritando auxilio, para nada, porque los vecinos preferían ser testigos que parte.
Alguna vez había pensado encararse, llamar, aporrearle la puerta, que sería como hacerlo en su cara porque seguro estaba detrás, a veces había notado movimiento por la mirilla. Al final había decidido que era imposible dialogar con semejante animal, que ya se había cansado de explicarle por qué no la estaba respetando. Llegó a sonreír al recordar la vez que se le ocurrió llevarle un libro, a ver si así lo entendía. La cara de él, incrédula al principio, colorada poco a poco y de absoluto cabreo cuando empezó a gritarle que quién se había creído ella para insultarle, que si se pensaba que él no había leído nunca... Y, la verdad, hasta ese momento no se lo había planteado, pero entonces comprendió que, quizás, ni había acabado la enseñanza obligatoria.
La sonrisa le duró poco, se puso alerta en cuanto escuchó un ruido en el Bajo C, un espasmo, un gemido ahogado que la asqueó cuando alcanzó el primer escalón y se sintió algo más a salvo.

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