viernes, octubre 13, 2017

El regalo

Hacía tiempo que no se decidía a entrar. Le daba ese respeto, ese pudor del sentimiento de culpa judeocristiano que consiguió arrancarse, a bocados de su amante, con 20 años. Lo que pasa es que el peso de la cruz había dejado una pequeña marca que aún escocía a veces. Esta no era una de esas ocasiones.

Sacudió la melena, planchó la falda hacia abajo y entró haciendo repicar los tacones, que calzaba sólo porque sabía que era la única manera de cimbrear sus caderas «como una mujer». Siempre que entraba la sonrisa de la dependienta desde el mostrador hacía que su rabadilla temblase. Era ese escalofrío entre placentero y alarmante, como cuando vivíamos en cuevas y olíamos a un depredador y pensábamos por un lado que podríamos tener cena y, por el otro, que igual la cena seríamos nosotras.

Habitualmente se paraba mucho en los aceites y cosas así. Las plumas, los pinceles, la pintura corporal, cualquier cosa que pareciera un juego de dos. Ni siquiera se había atrevido a comprar allí su vibrador. Ese vino a domicilio en una caja enigmática a prueba de vecinos cotillas (literalmente era la publicidad de la web). 

Sin embargo, esta mañana se había despertado de otra forma. Cuando alargó la mano hacia el espacio vacío de la cama no sintió ni el más mínimo rastro de la punzada habitual ahí, en mitad del pecho tirando a la izquierda. Ahí, en la boca del estómago donde antes volaban mariposas. Ahí, en la entrepierna que tantas veces despertó húmeda por la expectativa del roce nocturno con esa piel que no era la suya.

Para nada. Hoy se había despertado descansada. Sonriente. Se había desperezado estirando todos y cada uno de los músculos de su cuerpo. Por primera vez en mucho tiempo había apoyado sus manos en el cabecero para estirarse cuan larga era y arquear sus caderas con fuerza para sentir los tendones de los muslos tensarse, la espalda descontraerse y saberse fuerte y viva. Y había movido, con la rutina cargada de años, la mano hacia el otro lado de la cama. Desierto, de nuevo, no había percibido el amargor en la boca. La sonrisa había permanecido resplandeciente como el sol que amanecía tras sus cortinas y se había atusado el cabello con determinación, mientras se permitía levantarse perezosamente, con ese ritmo pausado de quien se sabe dueña del día.

Llamó al trabajo. No tenía intención de quedarse encerrada ante un ordenador insípido escribiendo inútiles cartas sin contenido. Iba a aprovechar la luz que brillaba en el cielo, pero también dentro de ella. Se iba a hacer el regalo con el que llevaba soñando años. 

Nunca lo había hecho. Le parecía un gasto inútil, sobre todo «si no lo va a disfrutar nadie». Bien sabía ella que no era el momento de que alguien llegara. Más bien, cualquiera chocaría con el muro que había construido con su esfuerzo titánico. Porque otra cosa no, pero como semidiosa griega no le ganaba nadie.

Sin embargo, este momento que estaba viviendo y que había empezado temprano, que se iba haciendo grande hasta ocupar cada una de las horas que pasaban de la jornada, le gritó desde dentro que lo inútil era estar esperando. Y, sobre todo, que había alguien que quería, deseaba, anhelaba, se merecía disfrutar del ansiado obsequio.

De esta forma, por una vez, devolvió la sonrisa a la dependienta con la misma candidez y seguridad, pasó de largo de los estantes hermosamente colocados y se dirigió a las perchas. No era de gustos baratos y con esto no iba a ser una excepción. Se tomó su tiempo y no miró etiquetas.

Dejó, primero, que los colores le alegraran el alma. Desde negros brillantes a satinados azules, rojos vibrantes, verdes diociochescos, estampados bordados en fucsias noctámbulos... Era un arcoiris que crujía en sedas, encajes, crepés cuyo tacto fue la segunda seducción. Acarició las piezas que más le llamaron la atención y les permitió despertar ese instinto amurallado. Jugueteó con las lazadas, toqueteó las hebillas y broches, incluso olisqueó ese aroma de ropa nueva. 

Finalmente se decidió por tres modelos, uno de ellos sólo de cintura, para comprobar el efecto. Se giró sobre sus talones, y, por primera vez en tantas veces que había entrado, avisó a la vendedora con voz suave, cálida y rotunda. 

— «Vas a tener que ayudarme o enseñarme a hacerlo, si no te importa».
La chica, diligente, se le acercó relajada y le comentó que si era la primera vez, ella le ayudaría, pero que, en el caso de que se decidiera por algún modelo, le explicaría como hacerlo sola. 
— «No nos gusta que nuestras clientas piensen que la única manera de disfrutar de esta prenda es con ayuda. Es más, para nosotras es algo para cada una».

Esta respuesta, quizás repetida cientos de veces, seguía teniendo el convencimiento que su propio despertar había tenido. Y sonrió de nuevo.

Dentro del probador fue más sencillo de lo que había esperado. Parecía que llevaba toda una vida colocándoselo. Quizás llevaba varias haciéndolo. Se ajustó todo lo que pudo desde su inexperiencia y llamó de nuevo a la mujer de la tienda. Con su ayuda, apretó las lazadas y convirtió su cuerpo en lo que siempre había deseado: un sinuoso camino que le llevaba hasta su más temprano deseo. 

Cuando la dependienta se retiró y le dejó espacio para que se contemplara no pudo menos que soltar un grito de asombro. Sintió la presión unos segundos. Esa que desmayaba a sus hermanas en siglos pasados. Y también experimentó el poder de sentirse erguida como nunca, sustentada como nadie, bella porque para ella eso era belleza. La cintura que de niña la llevaba a chillar a su madre que apretara y apretara y apretara los lazos de sus vestidos (y que le granjeó el mote de Escarlata, por la O'Hara), estaba ahí, de avispa, perfecta. 

Y era sólo para ella.

— «¿Es complicado ponérselo una misma?» — preguntó acariciando la seda y pensando que no podía dejarlo ahí, que no podía perder esa sensación de grandeza que le salía en cada, por ahora, exangüe respiración.
— No, no lo es. No sólo te enseño ahora mismo, si no que vas a probarlo para que te convenzas».
«Convencida estoy —se dijo para sus adentros — tan convencida que espero que no te des cuenta de que tiemblo de miedo».

Pocas veces se había permitido salir de las paredes que le habían construido otros, y mucho menos de las almenas que ella misma había dejado crecer más adentro. Así que sí, temblaba de miedo, pero también de una emoción tan infantil y a la vez tan de la mujer que era que sabía que le iba a dar igual el precio. 

Hizo la prueba, hizo y deshizo la lazada como si se hubiera dedicado a ello desde siempre y pagó sin remordimientos. Puede que su banquero no pensara lo mismo, pero por fin le importaba un bledo. Él y el resto que siempre se consideraba con derecho: a juzgarla, a reñirla, a encorsetarla.

Pues ahora sería por voluntad propia que se iba a ceñir, pero con el corsé de sus anhelos. Lo que siempre había considerado un fetiche se convirtió en su arma secreta. No contra los demás, sino su aliada para recordarse. Su luz, su fuerza. 

Y respiraba. Profundamente. Limitada por ballenas, exhalaba como un Buda de esos que siempre le pareció que miraban con suficiencia. 

Y sonreía. Por una vez y para siempre, hacia dentro.

Para I. la mujer que crece conmigo, me enseña, me acompaña, me anima a que me quite esos miedos a  mi cuerpo y a que lo toquen. En definitiva, una amiga a la que quiero.

2 comentarios:

maliae dijo...

Magnifico, amorosamente, con calma, aguanto la respiración... Hasta el final.
Nati

Isabel Sira dijo...

Me sonrojas mucho, me halagas, me haces sentir que puede que sirva un poquito para esto, en definitiva, me abrazas. Gracias, gracias y mil gracias más.