viernes, junio 23, 2017

Suicidio fracasado en la jaula de los leones

Si su vida había sido un completo fracaso, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con su muerte? O, más bien, con su intento de fallecimiento. Con un recorrido vital al revés de lo programado, esta ocasión no iba a ser distinta. 

Y ¡pensar en las innumerables veces que había quedado paralizada de pavor ante el pensamiento de una muerte sangrienta! Todas ellas se sumaban a las incontables horas perdidas en actividades sin futuro ni fruto que recoger. Vida malgastada. 

¿Podría ser ése el consuelo que le quedaba? Es decir, la existencia de vidas gastadas tenía que implicar necesariamente que había lo contrario, un mal uso del poco tiempo que pasamos en este mundo incierto (más para ella que para los otros, según se veía). 

Llegados a este punto, no estaba segura de si había sido peor el rechazo por parte de unos animales salvajes cuyos propios cuidadores evitaban, o las miradas incrédulas con risitas apenas ocultadas de los bomberos. Porque, claro, no bastó con que los malditos bichos no quisieran ni acercarse a olerla. Que va. Al ver la inapetencia que provocaba en los enormes felinos se dijo: pues habrá que salir de esta jaula. Ja. Ante la mirada cada vez más atónita de los reyes de la selva, intentó primero trepar por el escarpado de rocas que servía de freno a los animales. Luego, convencida ya de que no le iban ni a dar un triste zarpazo que pudiera provocarle una hemorragia lo suficientemente grande como para morir desangrada, pasó tranquilamente junto a la manada para tirar, pelearse y empujar inútilmente la puerta por la que les lanzaban la comida. 

No le quedó más remedio que echar mano del bolso y llamar a los bomberos. Mira, al final la ridícula idea (o eso había pensado al entrar) de llevarse la bandolera a su segura muerte no había sido tan absurda. Sí lo fue la conversación con el telefonista. Le costó varios minutos que entendiera que no, no era ninguna broma; que sí, que estaba encerrada en una jaula de leones; que no, que no tenía miedo porque los bichos no querían ni olerla; que sí, que se había metido voluntariamente, pero que ahora no podía salir y necesitaba ayuda.

Estaba quedándose amodorrada, ya sin rastro de temor, acurrucada en un rincón del ficticio hábitat cuando unas luces potentes desde arriba la cegaron. A esos fogonazos y las voces de los bomberos sí reaccionaron los animales. Inquietos, comenzaron a dar vueltas y rugir, siempre con la distancia prudencial hacia ella y esa mirada de desprecio que estaba segura que le dedicaban.

Fue un poco complicado aislarla, porque sus rescatadores no se fiaban de ser atacados. Tardaron horas en decidirse en desplegar una especie de biombo portátil para luego bajar por cuerdas hasta ella y subirla, no sin darle unos cuantos golpes en la cabeza contra las rocas, ni siquiera suficientes para una conmoción que la dejara en coma y la librasen de la vergüenza.

Podría haber sido una historia que almacenar en lo más profundo del baúl de su mente. 

La factura que le llegó por el rescate meses después no le permitió olvidar que, ni para morir, había sido buena.

Gracias a F.  y M. por la frase y a A. por hacer posible el encuentro.

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