La suave brisa levantaba el polvo de la arena. El desierto, aún en la quietud del día calmo, palpitaba, tenía vida propia y cambiaba, siempre cambiaba.
Ella había dejado sus huellas tras sí al salir del oasis, a la espera de que permanecieran inmutables, como sabía que no ocurriría con su memoria. Pero en el desierto nada permanece demasiado tiempo mas que él mismo. De manera que, a los pocos segundos de haber marcado su pie, la tierra borraba la huella en dunas que se movían, susurraban los tesoros escondidos entre sus recovecos, con una riqueza que sólo unos pocos saben apreciar.
Poco le importó al comprobar, tras girarse una última vez hacía lo que dejaba atrás, que sus pasos habían desaparecido. Al fin y al cabo era lo que deseaba. Desaparecer de la faz de la tierra para todos aquellos que la conocían y para todo aquello que conocía. Olvidarse en sí misma como nunca se había atrevido hacer y encontrar lo que hacía que su corazón vibrase.
Seguía caminando. Respiraba y contemplaba la luna que iluminaba con una luz blanquecina y viva cada rastro de vida del desierto. Sentía los pequeños lagartos, las plantas que buscaban su hueco en cada mínimo resquicio de agua que podían hallar, las aves rapaces sobrevolando las arenas para encontrar alimento...
Pero, sobre todo, se sentía. Sentía sus pies, los granos de arena que se adherían a ellos; sentía la brisa, acariciando su piel y revolviendo la ligera tela de su vestido. Y sentía, se sabía ella misma. Empezaba a reconocer cada milímetro de su ser y de su mente que habían sido relegados. Despertaba en ella su vida real, su pensamiento libre, tantos años desplazado a un rincón recóndito para poder plegarse a una vida sedentaria que nunca fue la suya.
Y así, por última vez, la vieron los guardianes del desierto. Alejándose con paso tranquilo hacia la inmensidad del desierto, a donde siempre había pertenecido.
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