miércoles, abril 18, 2018

Reencuentro

Dejo huella. Donde voy, a quien amo. Dejo huella. Toda una vida narrándome una historia ficticia para mantenerme a raya. Para creerme segura en el olvido que inventaba para no enfrentarme a la herida. La antigua. La que marcaron como si fuera un animal y no se ha borrado en todos estos años, aunque la haya ocultado con capas de una seguridad ficticia en sonrisas aprendidas para evitar el conflicto. Con quien amaba. Con quien me quiso mucho y mal. 
Y, entonces, de repente, el círculo que llevo recorriendo toda la vida me lleva casi al principio y me tropiezo con ellas. Mis propias huellas. Las que creía inexistentes, borradas, pisoteadas por otras que llegaron después más brillantes, más importantes, siempre mejores que yo. Y no. Ahí están. Las marcas de mis palabras, mis acciones, mi yo por completo o, al menos, esa pequeña parte que me atrevo a mostrar cuando el animal herido se retira un poco y deja asomar levemente a la niña pequeña cuya curiosidad es insondable. 
¿Qué siento? Sorpresa. ¿Alivio? Una alegría antes desconocida y extraña que me hace un poquito más liviana. ¿Ganas de llorar? Lágrimas que no se vierten. Amor. El amor de los otros. Quienes me dicen desde siempre, sin yo escucharlo (sin quererlo escuchar) que existo y dejo marcas. Buenas. De las que gusta acariciarse. De las que pueden ser un abrazo en la deriva. 
Me desmonto toda una arquitectura inventada desde unos cimientos temblorosos que se convirtieron en fuertes a base de aferrarme a ellos. Por una vez no es un derrumbe. Y me replanteo. Revisito aquellas fantasías dadas por verdaderas. Salgo del anillo hacia una nueva elipse. Freno las vueltas para reubicarme. Sonrío.
Si los demás no borran mis rastros, procuraré no ser yo la que desaparezca. 

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