Pocas veces le había entendido. A lo largo de los años lo había intentado mucho, quizás demasiadas veces, porque ahora se sentía muy perdida y con un sabor amargo en la boca. Era el desenlace esperado desde el primer día, aunque no por conocerlo había sido capaz de tirar la toalla.
En lo que era afortunada es en no haberse aislado. Igualmente, comprendía que, a pesar de sus idas y venidas, había perdido: oportunidades, sueños, compañías, ¿una existencia distinta y mejor? Era consciente de que las vidas posibles suelen resultar muy atractivas, porque de ellas borramos cualquier rastro de desgracia, tristeza, tragedia. También sabía que, por eso, son patrañas imaginadas en la cabeza, buenas para hacer un tablón de objetivos, malas para aferrarse a ellas y considerarlas una verdadera posibilidad. No lo son.
Lo miraba perpleja. Él tenía sus profundos ojos verdeazulados mirándola fijamente, penetrando en sus pupilas para descubrir sus más escondidos pensamientos. Siempre había tenido esa sensación con él, por mucho que el tiempo juntos le hubiera dejado claro que no podía hacer algo así. Sí conseguía detectar cualquier mínimo cambio en ella y preveer su reacción antes de que la hubiera pensado. Esa circunstancia le daba miedo y le resultaba tremendamente atractiva por igual. Quizás era una de las razones por las que había vuelto a él tantas veces, o nunca se había ido del todo.
Y allí estaba, desconcertada. Nadando en esos iris mar Mediterráneo y sin querer volver a preguntar. Asombrada de su propia reacción. Ahora lo entendía. Él siempre le había hablado con la voz tapada. Y ella no había podido descubrir cómo liberarla para comprenderle. Así de simple. Y lo cierto es que ya estaba cansada de intentarlo.
Se giró para dar media vuelta en silencio y se fue. Esta vez fue el rostro de él en el que se percibió esa alteración mínima que mostró, por primera vez en todo ese tiempo, estupor y miedo.
Para Javier Rojas, cuyas palabras inspiraron este relato.