sábado, agosto 28, 2021

Suelta lastre

Pocas veces le había entendido. A lo largo de los años lo había intentado mucho, quizás demasiadas veces, porque ahora se sentía muy perdida y con un sabor amargo en la boca. Era el desenlace esperado desde el primer día, aunque no por conocerlo había sido capaz de tirar la toalla.

En lo que era afortunada es en no haberse aislado. Igualmente, comprendía que, a pesar de sus idas y venidas, había perdido: oportunidades, sueños, compañías, ¿una existencia distinta y mejor? Era consciente de que las vidas posibles suelen resultar muy atractivas, porque de ellas borramos cualquier rastro de desgracia, tristeza, tragedia. También sabía que, por eso, son patrañas imaginadas en la cabeza, buenas para hacer un tablón de objetivos, malas para aferrarse a ellas y considerarlas una verdadera posibilidad. No lo son. 

Lo miraba perpleja. Él tenía sus profundos ojos verdeazulados mirándola fijamente, penetrando en sus pupilas para descubrir sus más escondidos pensamientos. Siempre había tenido esa sensación con él, por mucho que el tiempo juntos le hubiera dejado claro que no podía hacer algo así. Sí conseguía detectar cualquier mínimo cambio en ella y preveer su reacción antes de que la hubiera pensado. Esa circunstancia le daba miedo y le resultaba tremendamente atractiva por igual. Quizás era una de las razones por las que había vuelto a él tantas veces, o nunca se había ido del todo. 

Y allí estaba, desconcertada. Nadando en esos iris mar Mediterráneo y sin querer volver a preguntar. Asombrada de su propia reacción. Ahora lo entendía. Él siempre le había hablado con la voz tapada. Y ella no había podido descubrir cómo liberarla para comprenderle. Así de simple. Y lo cierto es que ya estaba cansada de intentarlo. 

Se giró para dar media vuelta en silencio y se fue. Esta vez fue el rostro de él en el que se percibió esa alteración mínima que mostró, por primera vez en todo ese tiempo, estupor y miedo.

Para Javier Rojas, cuyas palabras inspiraron este relato.

domingo, julio 04, 2021

Ver

 

 
 

Contemplaba la belleza de los edificios, la característica luz que acariciaba los naranjos y la Giralda, paseaba por el parque María Luisa respirando su frescura, callejeaba por Santa Cruz para pederse sin miedo. Toda la vida queriendo salir de allí y ahí estaba, de nuevo, no por gusto, si no por trabajo, y a la vez, sintiéndose mas cómoda de lo que se había sentido nunca en esta ciudad. 

Sin embargo, las ganas de dejarla atrás, de vivir en casi cualquier allí, cerca del mar, con entornos más cercanos a ella, más acordes a sus gustos y maneras, permanecía. Al fin y al cabo, desde niña la habían señalado como si fuera una extraña, una extranjera o alguien que no hubiese nacido aquí, cuando la realidad es que era trianera de nacimiento. 

No sabe si empezó ella sintiéndose sin raíces o la desenraizaron quienes insistían desde que recordaba en que no pertenecía, que era una outsider. De hecho, realmente su primer grupo de amigas lo tuvo fuera. Y ahora que lo tiene aquí es porque la mitad son de otras ciudades, otros lugares. A su vuelta, las amigas que creía conservar acabaron por no estar. No por falta de ganas de ella. Y las nuevas, en realidad no llegaron a ser amigas, o solo un tiempo.

«Sevilla apesta a sudor de torero». Al leer esa sentencia comprendió que resumía el sentimiento que le producía su localidad de nacimiento. Por qué se había sentido así desde la más tierna infancia no lo sabía, pero la realidad es que era esa sensación de mundo ajeno, personas con mentes incomprensibles para ella y, por tanto, la suya incomprensible para las demás. 

¿Era malo? ¿Es malo? Sólo durante aquellos años en los que le afectó hasta dejarla en completa soledad, sin amigas, sin lugar en el mundo. Ahora, reconciliada con la ciudad que la vio nacer, con personas raíz que la sujetaban, sostenían, acompañaban y querían, sentía que podía respirar. Sabe que no se quedará aquí para siempre. También que no necesita ponerse plazo porque ya no tiene que huir. 

Al no tratarse de una fuga comprende que será sencillo y que tendrá su momento. Que puede disfrutar del camino y la estancia, la espera y el convencimiento. 

Para ella el olor de Sevilla no será el de azahar. Sin embargo, permanece.

Para Beatriz López Gallego, autora de la magnífica ilustración del texto y que me permitió usar su frase para crear esta historia.

domingo, mayo 02, 2021

Aire

 El viento agitaba su cabello y su vestido como a los árboles, arbustos e hierbas altas. Las nubes corrían casi tan veloces como ella, con la respiración casi cortada y aún suficiente. Era uno de esos días en que puede llover o ser tan claro que apenas puedas abrir los ojos, cegada con la luz. El día perfecto para lanzarse por la pradera y el bosque.

Sólo miró atrás una vez y sonrío. De hecho, no dejaba de hacerlo, mientras daba bocanadas cada vez más grandes y más felices. Corría y corría, sintiéndolo todo: la suave pendiente, las ráfagas de aire, el sol jugando entre clarosocuros nebulosos, cada centímetro de su piel al aire y bajo la suave tela de su ropa. Los pies en flexibles zapatos dando pasos cada vez más rápidos y seguros.

Paró de golpe, al borde del acantilado, donde el mar sonaba allá abajo, fuerte. Gritó a todo pulmón sólo para sentir que era enormemente minúscula. Y empezó a reír, a carcajadas, doblándose por la cintura, respirando con tanta ansia como el mar se batía contra las rocas.

Libertad. 

Libertad única, sola, loca, apacible, a manos llenas y tragos largos. 

Libertad también en compañía. Él se había rezagado porque le hacía feliz verla a ella correr, reírse, llorar de risa, volar sobre el prado, como si fuera a lanzarse por el risco, seguro de que no lo haría y podría llegar a cogerla, abrazarla, dejarse beber a besos, beber al mismo tiempo.

Cayeron al suelo riendo y entrelazados, comiéndose entre carcajadas, suspiros, ansias. Cada uno había venido por su camino. Ambos en paralelo y divergentes, todo a la vez, como querían abrazarse, desnudarse, recorrerse, besarse, morderse, sentirse y gozarse. 

Libertad y felicidad compartidas y únicas para cada uno.

Para J.M. cuya pieza y ejecución me trajo este viaje.

domingo, abril 11, 2021

Claros y nubes

Consciente.

De cada célula de su cuerpo, del roce de la ropa en la piel, el suelo bajo sus pies, su propio peso, qué siente.

Una sonrisa se dibuja, sutil, en su rostro. Los ojos, con nubes tristes que van y vienen, a ratos cerrados para apreciar(se) con más claridad. La respiración que se calma en ese estado, la mente que logra parar unos segundos y de ahí la sonrisa.

Saber que es hogar y comprender que quiere a alguien que sea hogar. Un hombre. Tener muy claro que, desde niña, ha sido su propio puerto, que la felicidad está igual de presente en su soledad. Aceptar que ahora, después de más de un año sin abrazos, quiere ese regazo en el que descansar la cabeza, ese cariño entre unos brazos que miman.

Tener la fuerza de decir no. Diez años de aceptación del deseo del otro, la propuesta del otro que son muchos, de sentirse vacía tras haber pensado que sería suficiente, que es el aperitivo antes de un plato principal que no ha llegado por ahora. Quizás porque sus ojos y su tacto estaban posados sobre esos entrantes que se convirtieron en el todo ausente que tenía.

Recordar el abrazo con hueco donde descansar el peso sobre sus hombres, el sostén en las piernas en que reposaba la cabeza para dejarse acariciar el cabello. Demasiado tiempo sin esa serenidad de carantoñas, caricias en ambos sentidos. 

No es lo mismo querer sola que acompañada.

Está segura de que no buscará un hogar que ya tiene. Tiene claro que encontrará esa otra intimidad que anhela.

 Para Freya, cuya conversación y escucha permitió nacer este texto.

jueves, abril 01, 2021

La cuerda

Medio viva. Como la niebla que se disipa, como la marea baja que deja a la vista lo que esconde el agua, como el rayo de sol que atraviesa un cielo de nubes y crea un camino figurado al paraíso. Estoy medio viva. Esa certeza llegó a mi cerebro y la abracé al comprender que es donde estoy desde hace más de un año, pero especialmente desde hace unos poquitos meses.

Vivo a medias porque la mayor parte de mí ha vuelto a ser quien era, quien soy, y el resto aún olvida si yo era/soy risueña, triste, alegre, y tampoco está por la labor, aún, de convertirse en la nueva persona que soy tras mucho trabajo personal para dejar la crisálida de la ansiedad y ser una mariposa con más colores que antes.

Estoy medio viva y necesito más, porque esto me agota y me impide vivir mi vida, no la de antes, esa es irrecuperable y no estoy segura de si la querría de vuelta, si no la vida que tengo ahora, que soy ahora porque he crecido en el sufrimiento.

¿Estar medio viva es respirar a medias? ¿Perder los sueños y quedarse con pesadillas que no entiendo? ¿No ver la puerta que me permitirá volver a estar dentro y rodeada de personas sin acabar temblorosa y con ganas de regresar al nido, al vientre, a la cama cuyo edredón protege como si fuera puerta blindada?

Por ahora es todo eso y la desgana de cocinar, comer, escribir, leer, ver. Me quedan algunas para hablar con amigas, dejar que me acompañen para dar otro pasito más. 

Aunque hoy escribo. Hoy me he sentado aquí a deciros, decirme, que si sé dónde estoy también sabré hacia donde dirigirme. Abrir balcones desde fuera que atravesar con paso firme y mirada serena. A pesar de haber perdido la esperanza una y otra vez, de querer rendirme y no poder, porque no importa lo hundida que esté en las arenas movedizas, mis manos se agarran a cualquier cosa, mis piernas patalean hasta que comprendo que la solución es quedarme parada. 

Medio vivo. Ahora eso tendrá que ser suficiente para coger fuerzas. 

 

Para Rosa G., cuya clase de ying yoga me iluminó

lunes, marzo 29, 2021

Cajón perdido

Hay quien lo llama precipicio. Agujero negro, vacío, desierto interior, son otros de los nombres que se le dan. Incluso pozo sin fondo u oscuridad absoluta. No sé qué apelativo escoger. Cualquiera me valdría si alguno de ellos lo hicera más pequeño, que cupiera en un bolsillo y lo pudiera meter en el cajón de los pañuelos (que no tengo) y olvidarlo como los chales que nunca uso. Sorprenderme de verlo, como los chales. y volver a dejarlo allí dentro porque no es una buena ocasión para usarlo.

Sin embargo, aún no he encontrado forma ni nombre para hacerlo desparecer. Me veo, otra vez, en la senda que me obliga a mirarlo, sentirlo y aprender. Asimilar de nuevo e intentar seguir creciendo, aunque no me vea capaz, como tampoco me veo como persona que se regodee sin más y espere que se vaya por arte de magia.

Así que lo miro, me miro, a la cara. Puedo acabar destrozada o no, pero ya dura menos. Cuando pasa el dolor, aun herida, estudio, a él y a mí en él, observo, tomo notas mentales, busco las herramientas que me dieron, respiro, siempre, respiro, y procuro no dejarle que me trague hasta ese momento en el que sé que tendrán que venir a tirar de mí, aunque sea yo quien haga la mayor parte de la escalada.

No es que me importe que me ayuden. Es que llevo demasiado tiempo contemplando el oleaje intenso y enfadado del mar como para seguir teniéndole miedo. Conozco sus idas y venidas, incluso las imprevistas tienen un patrón, un espacio oxigenado en el centro en el que respirar y ver la luz a través del manto de agua que se cerrará sobre mí y me arrastrá, en el mejor de los casos, a la orilla. En el peor, al fondo, pero ya pillé el truco de tomar impulso desde dentro.

He acabado por aceptar que, con menos intensidad, con más fuerza por mi parte, me acompañará de vez en cuando. Sólo que ahora no vendrá por sorpresa, aunque tampoco llame a la puerta. Percibiré su llegada en pequeños revuelos de mi interior, diminutas huellas que apenas se perciban y detecte; esa sensación de que he vuelto a perderme (de mí). Entonces no será necesario que llegue a lo más hondo, tendré una barca preparada, un avión, una luna sujeta. Mi lucero, aunque sea intermitente, como un faro que me salve de escollos.  

Sin embargo, duele. Y cansa. Me dejo acunar por mí misma y duermo en mis brazos, como refugio propio para despertar de nuevo con el brío necesario para continuar. Dejar el miedo y encenderme con esa luz que me cuesta tanto encontrar. Continua, porque ella es tan mía como él, y ya sabemos que el sol siempre gana.



sábado, noviembre 14, 2020

Cuando él toca el piano

 Desde ese rincón, desde el que busca protegerse, de la noche, del dolor, de la sangre; observa. Contempla la oscuridad que se cierne sobre ella, hasta que la luz resquebraja tímida y con fuerza las tinieblas desde ese punto en su pecho que cree detenido desde milenios.

Sin embargo, nunca dejó de palpitar en ámbar vivo, en lava ardiente e inocua que la recorre y calma los estremecimientos del miedo ancestral que se enraíza en ella, por más que arranca una y otra y otra vez las malas hierbas.

Vibra con aquella melodía improvisada y la esperanza avanza a través de la tristeza. No pierde las lágrimas. Encuentra el arcoiris en ellas y puede seguir, así, mirando esas nubes negras sin olvidar la calma después de las múltiples tormentas que la arrasaron.

Siente el abrazo tierno y protector con las notas que tiemblan en la punta de sus dedos y necesitan salir y ser libres, sonar libres, compartirse por el aire infinito y llegar a los corazones sensibles a ellas. Hay quien no sabe escuchar y hay quien escucha aunque no quiera. 

La lágrima roza el labio entreabierto entre el sollozo y la sonrisa de comprender la compañía, la protección, a veces proveniente de ella misma, a veces de unos brazos amigos. Sigilosos se acercan para dar consuelo, ser el paraguas que refleja la luz interna.

Ahí también reside su belleza.


Para Jetro Molina. La inspiración llegó desde las yemas de sus dedos acariciando las teclas.


viernes, julio 24, 2020

Contacto

Tumbados, juntos, en la lánguida penumbra del verano. Con esa pereza rica que se permiten a veces. Recorriéndose en caricias suaves, sin apenas tocarse, pero lo suficiente para sentir el placer de la piel respondiendo a ese contacto y los centros neuronales contestando con gusto.

Los ojos semicerrados, dejándose llevar por la indolencia del calor, disfrutándose con los arrumacos mutuos y propios. La ternura recorriéndoles a ambos y con miradas de deleite. No necesitan nada más, solo sentirse, dejarse llevar como si tocaran el piano en el cuerpo del otro, convirtiendo sus figuras en la magia que se encuentra dentro de ellos.

La respiración se ha calmado y no hacen falta palabras. De hecho están en un silencio gustoso y lleno de significados: amor, cariño, complicidad, confianza. Todo lo que son juntos e individualmente resumido y condensado en mimos. 

La tarde va cediendo, notan los cambios de luz proyectados en la pared que dejan pasar las persianas echadas. No quieren salir de allí. Es su burbuja personal, su espacio seguro y calmo, donde son ellos sin tener que dar explicaciones ni decir nada. 

De manera que la penumbra de la tarde va dejando paso a los rosas y naranjas del atardecer y a las luces de la noche. No quieren romper el sortilegio y permanecen echados, ya casi dormidos y aún rozándose. 

Finalmente el sueño les vence. Duermen con una mano apoyada en la cadera del otro. Sus labios sonríen. 

Felicidad.


Dedicado a Israel Castro, por la selección musical que me ha inspirado y a A. por nuestras prenumbras

jueves, junio 18, 2020

Lejos

«Me deseas por la distancia que nos separa».

La frase cayó entre ellos hasta el abismo que ella tenía claro que existiría eternamente. Hay placeres prohibidos y placeres que nacen para no ser. Para quedarse agazapados con media sonrisa y a la altura de la punta de los dedos, siempre ahí, siempre irrealizables.

Satisfacen como la fruta parcialmente madura, en la que no sabes si te tocará un bocado dulce o ácido y, aún así, la comes porque te ha entrado por la vista y no puedes evitar caer en la tentación. 

De forma que se lanzaron. Se zambulleron en una no existencia palpable, tan real como las pieles propias que se acariciaban en la presente ausencia del otro. Bebieron de las fuentes mutuas en una compañía solitaria que, a pesar de todo, satisfacía una parte de ellos que no habían descubierto hasta entonces. No es que algo fuera mejor que nada; es que la nada estaba tan llena de contenido como un campo vacío puede ser anuncio de una gran cosecha.

Se dejaron caer el uno en el otro hasta sostener las fantasías y las certezas que los componían. Se mezclaron en carne, fluidos y tacto sin rozarse. Se disfrutaron sabiendo que el deleite era personal y no compartido; se complacieron, sin tener claro que al otro le hubiera llegado.

Y hablaron. La caricia dejó de ser importante porque no era del otro. Las palabras sí calaron. Trenzaron hilos compartidos hasta construir un puente sobre el precipicio. Cambiaron tornas por espacios comunes.

Se encontraron.