El viento agitaba su cabello y su vestido como a los árboles, arbustos e hierbas altas. Las nubes corrían casi tan veloces como ella, con la respiración casi cortada y aún suficiente. Era uno de esos días en que puede llover o ser tan claro que apenas puedas abrir los ojos, cegada con la luz. El día perfecto para lanzarse por la pradera y el bosque.
Sólo miró atrás una vez y sonrío. De hecho, no dejaba de hacerlo, mientras daba bocanadas cada vez más grandes y más felices. Corría y corría, sintiéndolo todo: la suave pendiente, las ráfagas de aire, el sol jugando entre clarosocuros nebulosos, cada centímetro de su piel al aire y bajo la suave tela de su ropa. Los pies en flexibles zapatos dando pasos cada vez más rápidos y seguros.
Paró de golpe, al borde del acantilado, donde el mar sonaba allá abajo, fuerte. Gritó a todo pulmón sólo para sentir que era enormemente minúscula. Y empezó a reír, a carcajadas, doblándose por la cintura, respirando con tanta ansia como el mar se batía contra las rocas.
Libertad.
Libertad única, sola, loca, apacible, a manos llenas y tragos largos.
Libertad también en compañía. Él se había rezagado porque le hacía feliz verla a ella correr, reírse, llorar de risa, volar sobre el prado, como si fuera a lanzarse por el risco, seguro de que no lo haría y podría llegar a cogerla, abrazarla, dejarse beber a besos, beber al mismo tiempo.
Cayeron al suelo riendo y entrelazados, comiéndose entre carcajadas, suspiros, ansias. Cada uno había venido por su camino. Ambos en paralelo y divergentes, todo a la vez, como querían abrazarse, desnudarse, recorrerse, besarse, morderse, sentirse y gozarse.
Libertad y felicidad compartidas y únicas para cada uno.
Para J.M. cuya pieza y ejecución me trajo este viaje.
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