lunes, marzo 11, 2019

La insoportable pesadez del universo

Lo más gracioso de todo es que la mayor parte de mi vida pensé que todas las personas eran así. Como yo. Que a todas nos pesaba el mundo y había veces en que era tal el calibre que sentíamos cómo los hombros estaban a punto de ceder y sólo queríamos desaparecer a otro planeta. Porque este era demasiado doloroso para respirar en él.

Convencimiento absoluto de que la angustia que me atenazaba cada pocas semanas no era sólo mía, sino de todo habitante de la tierra. Y, ante esta creencia, no entendía cómo a algunas personas les resultaba extraño mi humor, mi forma de moverme por el mundo. Y me aislaba. O me aislaban.

Fue muchos años después cuando me golpeó la verdad. No hay universalidad en esta sensibilidad extrema de que el universo entero depende de mí. De que soy la responsable de cada daño sufrido por cualquiera, cuanto más si es de mi entorno. De que yo debería poder, debo poder, evitar todo mal que exista y que la supervivencia de toda la naturaleza es algo de mi incumbencia.

Fue ese también el instante en que comprendí que no era real. Que no es mi deuda. Y que estoy menos sola de lo que me he sentido casi toda mi vida.

Con ambos descubrimientos una pensaría que se acabó, que los pozos han sido rellenados y que queda un camino llano. Y no. Saberse acompañada ayuda, pero no elimina. Saberse libre de culpa facilita, pero no borra.

Entonces arremetió la otra certeza. La de que siempre seré así.