domingo, marzo 08, 2020

Vivir

Tengo un cuerpo en continua tensión. Al que me obligo a poner conciencia cada segundo para decirle, «eh, relaja, ya está bien, aquí estamos seguras». Con el que cada minuto tengo que liberar los hombros, descargar las piernas, respirar profundo y calmar el corazón.

Tengo una mente en perenne alerta. Siempre dispuesta a saltar, siempre en defensa. Una cabeza a la que cada instante tengo que recordarle que aquí estamos, seguras, tranquilas. Que no hay guerra ni batalla, que no hay alarma.

Tengo un cuerpo y una mente que no nacieron así. Que aprendieron. Aprendieron que recibir golpes todos los días era la norma, que la agresión no tiene por qué ser física ni directa hacia mí para que duela, que estaba sola y que para sobrevivir no podía dormirme ni un segundo. 

Tengo un cuerpo y una mente que nacieron con una fuerza salvadora que, con todo, sólo quiso y quiere reír y bailar; que miran a los temporales y se recuerdan «pasarán», aunque sea más tarde que temprano.

Nací con una capacidad inmensa de tristeza y unas ansias infinitas de vivir incluso cuando todo mi ser grita muerte. 

Crecí con la suerte de encontrarme a personas que una y otra vez me dijeron que no estaba sola, que no me dejaron sola, aunque otras lo hicieran. 

Y aprendí. Aprendí a desaprender que la vida es sólo dolor, pena y soledad. Aprendí a desaprender que confiar es muerte y que esconderse era la mejor manera. 

Entonces llegan días, o semanas, ya no son meses, en que todo vuelve a pesar tanto que casi olvido. Es cuando solo vosotras, en negro sobre blanco, azul sobre marfil o en el viento de mis ideas, me atáis a lo que queda de mí. Y lo que resta, entre lágrimas, es que gana la vida, incluso cuando no quiera.

No hay comentarios: