Una
gota, otra, otra… Iban convirtiéndose en un charco a los pies de la mesa. El
silencio era tan intenso que se oía el ruido de cada gota al golpear el suelo,
al rebotar. El cuchillo había entrado muy profundo. En las películas dicen
siempre que es mejor dejar el arma dentro, para que no se desangre tan
rápidamente. No es que tuviera prisa, pero no quería dejarlo allí clavado, le
parecía morboso. El cuerpo sobre la mesa, la silla en el suelo y el rastro de
sangre que se precipitaba desde el borde, no le parecían truculentos. El
cuchillo clavado en el cuerpo, sí. Cosas de la estética. O de la belleza. La
composición del rojo profundo contrastado contra el nogal de la madera le
parecía bonita. El arma incrustada hasta la empuñadura, no. Eso hubiera sido
ostentoso.
De
manera que se fue y dejó que los últimos estertores de vida, ahogados en
sangre, nublasen los ojos, ya de por sí asustados, de aquel que, segundos
antes, sin comprender del todo qué ocurría, lo habían mirado suplicantes. Ya no
los veía. Se había acostumbrado a esa mirada. Le aburría, era siempre igual.
Daba igual la edad y el sexo, le parecían todos esos ojos idénticos en su
última interrogación. Lo que no llegaba a comprender era la duda, porque lo
explicaba todo con una precisión médica. Cada uno de ellos había sabido qué iba
a ocurrir. Está bien, no con el tiempo suficiente para reaccionar, eso podría
haberle restado teatralidad a la escena y no podía permitirlo. Para nada. Le
había costado mucho desarrollar cada guión como para dejar que una mala
improvisación acabara con su trabajo. Ya le había pasado sobre las tablas y no
iba a aceptar que estos actores amateurs destrozaran su obra como lo habían
hecho profesionales años atrás, cuando escuchaba aún los aplausos de un público
casi oculto por el brillo de las candilejas.
En
fin, no quería entretenerse más. Era muy pesado escuchar las sirenas, aunque se
imaginaba que esta vez tardarían más. Carlos era solitario. Pasaba tanto tiempo
en casa sumido en sus propios proyectos -por llamar de alguna manera a lo que él
consideraba obras menores- que no habría mucha gente que lo echara de menos.
Además, era el inicio del puente de Mayo… Muchos de sus amigos habrían optado
por disfrutar de los primeros calores lejos de la ciudad que apestaba a
contaminación y mal karma. ¡Qué gente! Ya nadie se deleitaba con ese estupendo
ritmo acelerado, donde el más llamativo de los humanos no era más que parte de
un paisaje anónimo en el que pocos se fijaban. Bueno, para eso estaba él. Para
sacar a los perdidos en la maraña social de su anonimato y hacerlos brillar,
preferiblemente sobre fondo rojo. Antes, de niño, era más de amarillo… Pero
pocas cosas en el cuerpo son amarillas. Y la ropa amarilla sienta fatal a todo
el mundo. Y, ¡qué narices!, años de teatro le habían dejado de recuerdo esa
estúpida superstición con su color preferido. Lo cambió al rojo sin problemas.
Más caliente. Más vibrante. Más vivo. ¿O era irónico decir que el rojo de la
sangre derramada era vivo, cuando el cuerpo yacía inerte y los ojos vidriosos
mantenían su interrogación?
Tendría
que pensarlo en casa, son temas para meditar. A lo mejor tenía que dejar
aparcados los cuchillos y pasarse a… No sabía. El cuchillo era cercano,
personal, y ofrecía una sensación tan real y… No, estaba claro. Dejarlo no era
una opción. Pero quizás tendría que buscar zonas menos sangrantes… Claro que
eso podría dar tiempo a sobrevivir. Lo cual tampoco era una posibilidad. La
belleza de la muerte es que termina, no como esos estúpidos que se jactaban de
haber vuelto de ella. ¿Qué mérito tiene la suerte? Su labor sí que era
meritoria. Dejaba escenarios perfectos, lo que le hacía florecer una sonrisa de
satisfacción. Estaba atractivo con esa sonrisa. Lo sabía. Sabía que ellas lo
miraban más cuando había dejado a Carlos, Juana, Felipe, Esteban, Rosa o María
en su hogar, envueltos con su propio calor. Lo miraban y lo seguían. Era un
placer añadido con el que no había contado la primera vez que escribió su obra.
Pero ahora no se permitía obviarlo. Con ellas era dulce. Nada de esos juegos de
dominación y violencia. Dios le librara de eso. Ellas se merecían la dulzura
del amante del buen hacer. No dejaba de ser otro papel que cumplía a la
perfección. Deseo es deseo. Y a él le sobraba. Deseo de vida. La muerte sólo
era una pequeña parte.
Joder,
casi se le olvida. Había quedado. Y Elena es de las que se enfada si tiene que
esperar… Que ella haga esperar es otra cosa. Se miró en el espejo de casa.
Vale, la sonrisa seguía ahí. No había manchas… A ver, no, eso no era una
mancha, qué obsesión le había entrado. No quería que se repitiera como aquella
vez en que su madre se asustó pensando que le estaba ocultando algún accidente…
Y todo por unas gotitas en los bajos de la camisa. Desde entonces, era muy
escrupuloso y se cambia de ropa y, si hacía falta, tiraba la que tuviera una
mínima mancha. No por él, que él le habría contado todo. Pero su madre nunca
entendió la belleza que él veía. Se acordaba de pequeño… Al final iba a tener
razón ella y no era hijo suyo. Aunque mandaba narices que eso lo dijera la
mujer que lo dio a luz en pleno julio a las cuatro de la tarde y pesando casi
cinco kilos. Otra cosa no, pero enterarse de que él nacía, se tuvo que enterar.
Ya
se estaba desviando otra vez de la cuestión. Tenía que peinarse y darse prisa o
llegaría tarde y Elena le montaría el pollo. Y no tenía ganas. Tenía ganas de
sexo. Tenía ganas de ver el deseo de ella en sus ojos y las ganas y la forma de
controlarse. Siempre se controlaba. Pero hoy no quería que lo hiciera. Hoy era
un día para disfrutar del deseo, y ella iba a tener que formar parte. O, si no,
la despacharía pronto. Ya habría otra. Y sonrió de nuevo al pensarse sobre
ella, desnudos, jadeantes, sedientos el uno del otro… Mmm, no quería pensarlo
ahora o Elena se pondría a la defensiva. Otro pensamiento, otro pensamiento…
¡Las lilas! ¡Joder! ¡Mierda! ¿Qué hay abierto a esta hora? La mente trabajaba
rápido. No iba a ir a un chino… Ellos son amarillos, se rió de su propio chiste
sin gracia. Pero no tenía mucho tiempo. Bah, iría al chino. Ella no se iba a
dar cuenta. No veía.
Sin
embargo, era su abuela, se merecía un respeto, ¿no? Unas bonitas lilas. Quizás
al día siguiente le diera tiempo antes de visitarla. Piensa, piensa, piensa,
¿te dará tiempo? Sí, seguro que sí. Todo era cuestión de no enredarse esta
noche. No iba a dormir en la casa de ella, fuera la que fuera. Esta vez no. No
le gustaba no hacerlo. Parecía un amante ocasional. Lo era, pero eso ellas no
lo sabían hasta el cabo de los días, cuando no recibían la llamada, cuando el
silencio les pesaba. Le gustaba imaginarlas sobre fondo azul, deseosas,
interrogantes. Esa duda no le molestaba, al contrario que las de los ojos antes
de dejar de respirar. Claro que él no tenía el placer de contemplarlas en esos
momentos. Una vez lo intentó, pero casi lo descubren y la gracia habría
terminado. Porque no iba a ser tan maleducado de no acompañarla una vez que
ella lo hubiera saludado. Eso no. La cortesía es lo primero en un caballero. Y
él no iba a dejar de serlo por mucho que pareciera pasado de moda entre los
‘modernos’. Esos modernos barbudos que se pensaban la cima del mundo. ¡Arg! No
soportaba ese vello facial descuidado que quería ser el indicativo de
pertenencia al grupo cool. Grupo cool, pero, ¿quiénes se habrían creído? Con
sus términos acuñados de forma aleatoria para ser diferentes, cuando todos
acababan siendo iguales. No, de eso nada, él no iba a dejarse barba, como
tampoco había empezado a usar cremas porque lo dijeran en la tele. Cara
diariamente afeitada y pelo peinado, no esas patrañas de despeinarse durante
horas.
Menos
mal. Elena no había llegado aún. Se sentó en una mesa. Pensaba que el local
estaría más lleno. Tenía que reconocerlo. Odiaba a los barbudos pero adoraba
sus locales. No es que él fuera muy retro, pero ese ambiente que no era más que
artificio volvía a recordarle esos momentos en los que el teatro era su hogar.
Porque esos bares ‘modernos’ no eran más que un escenario para él. La
recreación de unos espacios que nada parecían tener que ver con las calles que
los rodeaban y que empezaban a ser habitados por personajes. Nadie de los que
se encontraba allí dentro le parecía auténtico. Salvo él. Los demás, a quienes
miraba con ese desprecio del que se cree superior sólo por creer saber, no eran
más que fachadas que intentaban encajar en un decorado pensado para ellos.
Elena
interrumpió sus pensamientos. Se le acercó sonriente, como siempre. No le
quedaba otra que admitirlo. Le gustaba esa sonrisa. Se dieron los dos besos de
rigor y ella se sentó sin parar de hablar. A veces le saturaba su charla. Pero
intentó escucharla. Hoy debía mostrar interés, para hacerla sentir cómoda.
Quería ir a su casa. Y si se volvía arisco, no habría ninguna posibilidad. Así
que intentó olvidarse de los demás personajes y la miró a ella. Seguía
sonriendo, aunque a veces su gesto se volvía adusto. No había tenido buena
semana. Punto para él. Estaría más vulnerable. Las malas semanas la ponían
mimosa. Su gran oportunidad. Sonrió, pero con disimulo, estaba contándole un
problema. Pero él lo que quería era llevar la conversación a su terreno… ¿No
acababa de comprar ella un cuadro? ¡Bingo! Excusa perfecta. Estaba
verdaderamente orgullosa de su adquisición y se dejaría mimar…
Hacía
rato que había desistido de mirar el reloj. No conseguía más que ponerle
nervioso y, en realidad, no tenía prisa. Sabía que iba a dormir en casa para
comprar las lilas al día siguiente. Pero podía volver de madrugada. Ya no
necesitaba dormir mucho. Y, aunque lo necesitara, sus próximas escenas se le
planteaban vívidamente cada noche y tenía que anotarlas para ir eligiendo
protagonistas. Así que decidió dejarse llevar por la conversación. Elena estaba
verdaderamente maravillosa. Una pena que no fuera capaz de enamorarse. Se
sorprendió de su pensamiento. ¿Podía enamorarse? Una cosa más a meditar en
casa. Hoy no iba a dar abasto. Enamorarse acabaría con ellas siguiéndole a los
rincones oscuros después de dejar sus escenarios… Concentración, concentración,
Elena le mira interrogante. ¿A qué tenía que responder?
Finalmente,
había sido ella la que lo cogió de la mano. Acariciaba su antebrazo con
suavidad mientras caminaban hacia su piso. No paraba de hablar maravillas del
cuadro. Artista nuevo, a ella no le importaba. Le habían impactado los colores.
Podría ser abstracto, pero veía algo, siempre veía algo. Era parte de su
encanto. Descubrir lo que los demás no veían.
Sirvió
unas copas de vino tinto y lo acercó al dormitorio. El cuadro presidía la
habitación desde la cabecera de la cama. Era magnífico. Tonos rojos, anaranjados,
amarillos (en esta obra lo perdonaba), destacando sobre la colcha de un blanco
puro. Ella no paraba de hablar. Había dejado de escucharla. Estaba embobado por
esas manchas sugerentes de un rojo intenso y de un naranja encendido. Había
dejado de oírla. Por eso no comprendió qué pasaba cuando ella lo giró
suavemente en un gesto que parecía decirle bésame. Se acercó a sus labios y
sintió la hoja atravesándole el abdomen. No pensaba que ella tuviera tanta
fuerza. No creía que ella pudiera tener esa energía. Y lo supo.
Supo
que él la estaba mirando con los ojos interrogantes que había visto tantas
veces. Quizás a ellos les había ocurrido lo mismo. Habían dejado de escucharlo
y por eso no comprendían que todas sus palabras eran la explicación de lo que estaba
pasando. Y ahora que volvía a prestar atención a las palabras era tarde. Estaba
ya tumbado sobre la virginidad del cobertor. Ella también había retirado el
cuchillo. Pero no se había ido. Estaba allí, contemplándolo. Con el mismo
brillo en los ojos que había dedicado al cuadro minutos antes. Podía oírla. ‘Sé
lo que has estado haciendo. Sé que fuiste tú el que hizo desaparecer a Esteban.
¿No te gustaban las escenas? Pues esta vez serás tú el protagonista y yo quien
me lleve los aplausos’.
Notó
cómo su respiración se ahogaba y supo que la sangre había empezado a colapsar
sus pulmones. Las lilas ahora parecían algo lejano.
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