Hay mares con menos resaca que la fuerza de mi pensamiento. Tifones menos destructivos que la espiral de mis ideas. Terremotos menos dañinos que mi (insana) necesidad de buscar mil explicaciones y revueltas a lo que, simplemente, es.
Me gustaría ser una de esas personas simples que empiezan y terminan y dan por zanjado, porque en unos días, en horas a veces, siguen adelante con ligereza.
Sin embargo, nací con el estigma de un cerebro tocado por la sensibilidad extrema y la capacidad de no parar aunque esté exhausta y mi cuerpo perezca en insomnio y hambre.
El mismo seso que me enriquece con una curiosidad de esponja, ahora se convierte en enemigo voraz que prefiere arrasar con las briznas que quedan antes que permitir el refugio mínimo de un diminuto puerto seguro.
Contener.
Controlar.
Aplacar.
Ser la otra yo que llevo entrenando durante años y que sabe que puede estar aquí y nada más que aquí porque lo que ha pasado está más allá de mis capacidades para ser cambiado y lo que no es mío no puedo entenderlo si la otra persona no se decide a explicarlo.
Voy y vengo. Me mantengo escasos minutos anclada a mí. Vuelvo y ato más fuerte las raíces que me costó encontrar y que me dieron alas.
La última idea que queda es mi supervivencia.